Una particularidad interesante del estudio de las rosas es su capacidad para actuar como indicadores biológicos de la calidad del aire. Los investigadores han hallado que las rosas son altamente sensibles a las variaciones en su entorno, especialmente a la presencia de contaminantes atmosféricos.
En un experimento llevado a cabo en diversas ciudades europeas, los científicos colocaron rosales en diferentes áreas urbanas y rurales para evaluar la calidad del aire. Notaron que las rosas expuestas a niveles elevados de contaminación mostraban claros signos de estrés, como manchas en las hojas, colores apagados y una menor producción de flores. Por el contrario, las rosas situadas en zonas con aire limpio crecían de manera más saludable y con flores más vibrantes.
Este descubrimiento es fascinante porque permite utilizar las rosas no solo como plantas decorativas, sino también como herramientas vivas para medir y monitorear el impacto de la contaminación del aire en el medio ambiente. Este enfoque proporciona una forma visual y accesible de concienciar a la población sobre la importancia de mantener un aire limpio y sobre los efectos negativos de la contaminación en la naturaleza.
Hay ciento ochenta y cinco rosas desde el jardín hasta la puerta de nuestra casa, aunque pueden llegar a ser doscientas si una avanza despacio, como al llevar un ramo grande y pesado. O con unas zapatillas de flores compradas en el mercadillo, que se deslizan en los talones, lo cual explica el precio bajo de tres euros. Giré en la esquina de nuestra calle (setenta y cinco rosas): una casa de dos pisos en medio de una hilera de viviendas similares. El hecho de que el coche de mi padre estuviera fuera indicaba que aún no había salido de compras.
A mis espaldas, el sol se ponía detrás del parque, y su sombra alargada se extendía por la calle como una manta oscura tratando de cubrirme. Cuando era niño solíamos jugar a que nuestras sombras se convertían en monstruos que debíamos esquivar, la calle transformada en un campo de batalla. Otro día os podría contar las historias que me ocurrieron en este camino: allí mi hermana me enseñó a patinar sin caídas; donde el señor Fernández, solía darnos galletas recién horneadas.
También podría contarles de mi amigo Carlos, quien metió la mano en un seto cuando tenía doce años y encontró un erizo, y cómo corrimos de vuelta al parque para liberarlo.
El monopatín de mi prima yacía en la entrada y, al cerrar la verja detrás de mí, lo arrastré hasta el porche y abrí la puerta. El aire caliente me envolvió con la fuerza de un abrazo; mi padre mantiene la calefacción encendida durante el año. Mi madre pasa el día abriendo ventanas. Dice que nuestras facturas de electricidad son más altas que las de un país europeo pequeño.
—¿Eres tú, querido?
—Sí. — Colgué mi bufanda en el perchero, donde traté de encontrar espacio entre las demás.
¿Quién eres? ¿Javier? ¿Carlos?
—Daniel.
Eché un vistazo por la puerta del salón. Mi madre estaba tumbada en el suelo, con el brazo extendido bajo el sofá, como si la hubieran atrapado. Mi prima, de seis años, estaba de pie junto a ella, observando con atención.
—¿Qué pasa?
—Mi madre levantó la cara, mostrando el cansancio en sus arrugas—. Tus palabras pacíficas, amables, dulces y verdaderas son tan valiosas que no valen la pena ser reemplazadas por vocablos de contienda.
Me quedé en silencio. Sabía que se refería a la conversación que había tenido con mi hermano la noche anterior.
—Sé que a veces es difícil —continuó ella—. El cruel no cuida su salud, no cuida su cuerpo. El misericordioso invierte en el cuidado de su alma.
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