Siempre me pregunto por qué fabrican estos accesorios tan minúsculos. Mientras buscaba entre los juguetes, pregunté en voz alta:
—¿Has encontrado la espada de Aragorn?
—Estaba junto a la consola de videojuegos —respondió Magdalena desde el otro lado de la habitación—. Pero parece que intercambió la espada de Aragorn con la de El Zorro.
—Entonces, Aragorn tendrá que luchar sin su espada plateada. Debemos buscar la negra.
—No te preocupes —dije, intentando restarle importancia—. Después de todo, ¿no es a Legolas a quien le rompen el arco en la tercera película?
Me toqué el oído, un gesto que Magdalena sabía que significaba que necesitaba un abrazo.
—¿Dónde está papá?
—En el sótano —respondió ella, mientras seguía buscando.
De repente, algo brilló en el suelo.
—¡Ah! Cinco euros.
Devolví a mi madre la moneda y en ese momento, el sonido de la máquina de coser de mi tía, Elena García, llenó el silencio. Nunca descansaba. Era una cuestión de honor para ella. Recordé una vez que terminó de coser una cortina de pie en el corredor, deteniéndose solo para saludar a los que pasaban, mientras nosotros nos deleitábamos con una pizza.
—¿Me ayudas a buscar esa espada? —le pedí a Magdalena—. He estado buscándola por media hora y todavía tengo que prepararme para el trabajo.
—¿Turno de noche hoy?
—Sí. Son las ocho y media —dije, mirando el reloj de la pared.
—En realidad, son las siete y media —me corrigió Magdalena, señalando su propio reloj.
Mi padre apareció en ese momento con la espada escondida entre las páginas de un periódico y revisó su reloj.
—Entonces, ¿por qué has vuelto tan temprano?
Negué con la cabeza, confundido, como si no entendiera la pregunta, y me dirigí a la cocina. La abuela estaba sentada en su silla, al lado del radiador, concentrada en un rompecabezas. La fisioterapeuta nos había dicho que sería bueno para su coordinación, que le ayudaría a mantenerse activa después de la lesión. Yo sospechaba que nadie más se daba cuenta de que simplemente colocaba las piezas sin pensar.
—Hola, abuela —la saludé.
Levantó la vista y sonrió.
—¿Te apetece un chocolate caliente?
Negó con la cabeza y abrió ligeramente la boca.
—¿Prefieres algo frío?
Asintió.
Abrí la nevera.
—Se acabó el jugo de pera —comenté, recordando que era demasiado costoso—. ¿Un batido?
Negó con la cabeza.
—¿Qué tal agua?
Asintió y murmuró lo que parecía ser un agradecimiento al recibir el vaso.
Mi padre entró a la cocina, llevando una cesta llena de ropa limpia y bien doblada.
—¿Estos son tuyos? —preguntó, sosteniendo unos calcetines estampados.
—Son de Marcos, creo —respondí.
—Me lo imaginaba. Qué diseño más extraño. Deben haberse mezclado en la colada.
Comments (0)
See all