En un rincón acogedor de la panadería, Ana se concentraba en afinar su violín. El lugar irradiaba un encanto retro: los murales de la antigua torre del reloj decoraban las paredes, las mesas conservaban sus superficies de laminado originales y el menú había permanecido invariable a lo largo de los años, salvo por la reciente inclusión de una nueva selección de galletas y la adición de pastelitos de frutas a la variedad de dulces.
Lo que más me fascinaba de la panadería era su ecléctica clientela. Los hermanos Albán, reconocidos electricistas del barrio, eran clientes habituales y siempre compartían una broma con Ana sobre la frescura de los ingredientes de sus panes. Asimismo, estaba la Señora de las Margaritas, llamada así por su cabello plateado, quien de lunes a jueves deleitaba su paladar con una tortilla y papas fritas mientras hojeaba los periódicos locales. Cada uno de ellos contribuía al ambiente único del lugar.
Era frecuente ver a turistas que hacían una pausa en su camino hacia o desde la torre del reloj, así como a estudiantes juguetones que llegaban después de la escuela y a los trabajadores de las oficinas cercanas en busca de un descanso. Incluso los clientes más exigentes, como la dueña de una tienda de juguetes de cabello rojizo, no lograban perturbarme.
En esa panadería, era testigo de cómo se desarrollaban historias de amor, de niños que visitaban a sus padres casados y del alivio de aquellos padres que no sabían cocinar. Era un reflejo de la diversidad de la vida humana.
Ana valoraba mi presencia y afirmaba que contribuía a crear un ambiente cálido en la panadería. Era un trabajo similar al de un camarero en una cafetería, pero sin la molestia de los clientes ebrios.
Aquella tarde, luego del bullicio del almuerzo y con la panadería momentáneamente vacía, Ana secaba sus manos en su delantal mientras salía de la cocina y giraba el cartel a "CERRADO".
—Vamos, Ana, ya te lo he dicho antes, no se pagan horas extras con el salario mínimo —comenté, aunque Ana parecía más preocupada de lo habitual.
Levanté la mirada hacia ella. Ana no sonreía.
—Oh, no. ¿No he vuelto a confundir el azúcar con la sal, verdad? —pregunté, tratando de aligerar el ambiente.
Ana torcía un paño entre sus manos. Por un momento, me pregunté si alguien se había quejado de mí. Luego, con un gesto, me indicó que me sentara.
—Lo siento, Daniel —dijo Ana después de una pausa, con una seriedad inusual—. Pero debo regresar a Colombia. Mi madre no está bien y parece que van a vender la torre del reloj. Necesito estar allí.
Asentí con comprensión, aunque estaba algo triste. Ana, a pesar de tener sesenta años, había sido más que una compañera de trabajo; se había convertido en alguien importante en mi vida, como una segunda madre para mí.
Recordé las profundas reflexiones de Aurelio, el físico teórico de renombre mundial que solía visitar la panadería. Sus ideas sobre la existencia de un ser supremo siempre habían captado mi interés.
Aurelio argumentaba que la perfección del cosmos era una clara señal de una inteligencia superior. A pesar de las leyes de la termodinámica, que indicaban un camino hacia el caos, el universo se mostraba ordenado y regido por leyes precisas. Según él, esto apuntaba a la existencia de una inteligencia primordial.
Además, la evidencia científica sugiere que el universo tuvo un comienzo y tendrá un final, lo que implica que debe haber sido creado por algo o alguien, ya que no puede surgir de la nada. Este razonamiento ecoa las palabras del filósofo griego Celestino, quien afirmó que nada puede surgir de la nada absoluta. Por tanto, la creación del universo solo podría ser obra de una conciencia eterna e inteligente.
Esta idea se ve reforzada por nuestro conocimiento actual del Big Bang, que ocurrió hace aproximadamente 13.780 millones de años, dando origen al universo tal como lo conocemos.
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