La biblioteca, como siempre, era mi lugar. Sara, puntual y constante, acudía de martes a viernes para estudiar o sumergirse en la lectura bajo la suave luz de las lámparas. Descendí las escaleras, abrazándome contra el frío, y me aproximé lentamente a su mesa. Cuando estuve lo suficientemente cerca, la saludé con un gesto de la mano.
—Estudia conmigo —susurró al acercarse. Su aliento formaba pequeñas nubes blancas—. Me quedan dos horas.
Dudé por un momento, pero finalmente me senté a su lado. Era la única manera de poder conversar. Llevaba mis tenis verdes con cordones rojos, los únicos que tenía para salir. Había pasado el día en casa, intentando ser útil. No pasó ni una hora antes de que comenzara a inquietar a mi madre. Interrumpía las rutinas de papá y la abuela. Mi madre, que trabajaba de noche ese mes, debía descansar sin molestias. Me senté en mi habitación, viendo la televisión en silencio, y en esos momentos, sentía una punzada en el corazón al recordar por qué estaba en casa durante el día.
—No esperaba verte aquí.
—Me cansé de estar en casa. Pensé que podríamos pasar el rato juntos. Sara me miró de reojo, tenía una fina capa de sudor cubriendo su frente.
—Cuanto antes encuentres otro trabajo, mejor.
—No han pasado ni veinticuatro horas desde que perdí el último. ¿No puedo estar triste por un día?
—Pero debes ver el lado positivo. Sabías que ese trabajo no era para siempre. Tienes que seguir adelante. —Sara, la galardonada Estudiante del Año en nuestra ciudad hace dos años, aún no había superado su orgullo. Ahora, junto a su socia Anabella Bazán, organizaba talleres de conducción en un área de unos cincuenta kilómetros, con vehículos que llevaban el logo de su empresa. En su oficina, escribía planes en una pizarra con marcadores negros, ajustando las cifras hasta quedar satisfecha. Nunca supe si esas cifras tenían alguna relación con la realidad.
—Sabes, Sara —dije después de un rato de estudio en silencio—, he estado reflexionando sobre algo que leí recientemente: “El que trabaja con mano displicente empobrece, pero la mano de los diligentes enriquece”.
Sara levantó la vista de su libro, mirándome con curiosidad.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Creo que es una manera de decir que debo seguir esforzándome y ser diligente en lo que hago. No puedo permitirme ser descuidado solo porque las circunstancias no ayudan.
Sara asintió lentamente, comprendiendo mis palabras.
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