Después de almorzar, los chicos se reunieron en el cuarto de Alex, sitio donde el cumpleañero se dedicó a abrir uno por uno los regalos entregados por sus parientes: Sus abuelos le habían mandado un suéter bastante lanudo, el cual casi parecía el pelaje de un oso polar, además de un frasco lleno de galletas de sirope de arce; uno de sus tíos le había enviado un muñeco del Increíble Hulk (El superhéroe favorito de Alex); una tía abuela le mandó una caja de bombones rellenos; otro primo suyo había mandado un plectro para la guitarra del chico, además de mandarle un ejemplar del disco de tecnocumbia que acababa de grabar.
“¡Me dices luego que te parece!” solicitaba el primo, pudiendo los chicos apenas soportar tres minutos y medio de aquel dichoso disco.
— ¡Este canta peor que Tongo y la Tigresa del Oriente! —exclamó con profundo desagrado Luis.
Por su parte, los regalos entregados por los chicos habían sido los siguientes: Raúl le dio un par de zapatillas nuevas y una pelota de fútbol (“¡Para el entrenamiento de mañana, amigo!”); Luis trajo de la bodega de sus padres tres paquetes de galletas casino de menta (Las galletas favoritas de Alex) y una caja de turrones; mientras que por su parte Luna llevó como obsequio una copia de Los heraldos negros de César Vallejo, recibido sin mayor entusiasmo por el cumpleañero.
—Ponlo por esa repisa…—le indicó a la chiquilla, señalando una repisa.
Por pura curiosidad, Luna quiso ver qué clase de libros le interesarían a Alex, tan sólo para descubrir en dicha estantería nada más que montones y montones de Condoritos.
— ¿Cómo es posible que tu único material de lectura sean chistes de Condorito? —comentó indignada—. ¡Con razón te paran jalando en los exámenes de lengua!
— ¡Eso no es verdad! ¡También por allí un libro de El Pezweon, y unos cómics de Batman! —se apresuró en responderle aquel regordete muchacho.
Además de historietas, en las estanterías había varios cuadernos repletos de historietas amateur que Alex había dibujado desde que tenía seis años de edad, la mayoría de las cuales eran básicamente plagios de Hulk y Batman, mezcladas con la trama de Dragon Ball Z, los Caballeros del Zodiaco y Digimon.
También habían cuentos sobre gatos: Muchos cuentos de gatos, repletos de errores ortográficos y tramas sin sentido; Luna contó en uno solo de esos cuentos, llamado «El Gato que Salvo el Mundo» unas 114 fallas de ortografía, y eso que ese cuento tenía solamente tres páginas de extensión.
“¡Lo que su primo es para la música, él lo es para la escritura!” fue su resignada conclusión tras dignarse a leer un par de esos cuentos. “¡Hasta los niñitos de primer grado escriben mejor!”
Sin embargo, la lectura de semejantes adefesios se vio abruptamente interrumpida al momento en el cual ella se percató de que el anillo de Lavinia que había traído consigo guardado en el bolsillo de su casaca había comenzado a brillar repentinamente:
— ¡Miren! —Dijo Luna a sus compañeros, mostrándoles la sortija.
— ¿Qué creen que signifique esto? —Preguntó Raúl—. ¿Acaso Lavinia estará en dificultades?
— ¡Quizá nos lleven de vuelta a la Tierra de Danann! —repuso ansiosamente Luna, emocionada ante dicha idea.
— ¿En serio tendremos que volver a ese sitio tan raro y aterrador…?—comentó en voz baja Luis, para quien la experiencia en aquel otro mundo no sólo evocaba maravillas, sino también toda clase de peligros.
— ¡Quizá no sea nada malo! ¡A lo mejor es para saludarme por mi cumpleaños! —Agregó Alex—. ¡Apuesto que mi maestro Enji me va a dar un regalo genial! ¡Quizá alguna especie de postre galáctico, hecho con dulces de otros planetas!
— ¡Tú siempre pensando en comer, gordo! —refunfuñó Luna, meneando la cabeza, justo antes de que la sortija en su mano emitiese un intensísimo resplandor blancuzco que obligó a los chicos a cerrar los ojos por un brevísimo instante, tras el cual cuatro objetos desconocidos aparecieron tirados en el suelo.
— ¿Y esto qué cosa es? —Preguntó Alex, recogiendo del piso un extraño peluche semejante a un conejo verduzco.
—Parecen juguetes…—dijo Luna, tomando en sus manos la minúscula muñeca que se encontraba a sus pies, apenas más grande que una cajita de fósforos. Los otros dos objetos eran un anzuelo y un pequeño catalejo dorado.
— ¡El símbolo del amaru Yana Yuraq! —Reconoció Raúl, al momento de examinar el anzuelo—. ¡Esto debe ser para ti, Luis!
— ¿El símbolo de quién? —cuestionó de forma desconcertada el aludido.
— ¡Si serás zonzo! ¿Ya no te acuerdas acaso nada de lo que te dijo tu maestro Kobari, Luis? —Intervino malhumoradamente Luna, quitándole de la mano el anzuelo a su hermano mayor, señalando una pequeña marca semejante a una serpiente verduzca—. ¡Él dijo que los Guardianes Místicos cuentan con la protección de un espíritu primordial tan viejo como el universo mismo, y este es el tuyo! ¡Cabezón!
Luego, examinando la pequeña muñeca en sus manos, la niña exclamó:
— ¡Mira! ¡Aquí está el dibujo de Pucu, el búho sagrado que representa a la Estrella de la Sabiduría! ¡Y el peluche del gordo tiene dibujado al símbolo del oso Ukuku!
— ¿Cómo es que te acuerdas tan bien de los nombres de los bichos esos? —preguntó un confundido Alex, luego de comprobar que, efectivamente, aquel conejo verduzco tenía bordado un oso dorado con dos rostros en la espalda.
— ¡Porque yo sí presto atención a lo que me dicen, y no me la paso viendo estupideces en Youtube que fríen el cerebro como ustedes dos, par de sonsos!
— ¡Oye! ¡No todo lo que veo en el internet es basura! ¡También hay cosas muy interesantes…!
— ¡Sí, claro! ¡Como ese tonto video que le pasaste por correo a Luis el otro día con esa horrible canción!
— ¡Oye, la Tigresa del Oriente es un tesoro nacional! ¡A diferencia de a ti, a mí SÍ me gusta apoyar a los artistas peruanos!
—Supongo que esto es mío…—comentó por su parte Raúl, tomando el catalejo adornado con el símbolo de Choqechinchay, el Jaguar de fuego.
— ¿Y bien? ¿Qué se supone que hagamos con estas cosas? —cuestionó Alex, luego de haber jugueteado un rato con el conejo verduzco en sus manos.
—No tengo ni idea…—reconoció Luna, tan desconcertada como sus tres compañeros—. Pero si Lavinia nos dio estos regalos, debe ser por alguna buena razón, ¿Verdad?
—Supongo que sí—repuso en seguida Raúl—. A lo mejor esto es otra prueba…
— ¡Qué prueba ni qué ocho cuartos! —exclamó un impaciente Alex, poniéndose a gritarle al anillo, como si esperase que la Dama Lavinia le contestase a través del mismo—. ¡EH! ¡DINOS QUÉ ES LO QUE TENEMOS QUE HACER CON ESTOS JUGUETES, LAVINIA! ¿TE PARECE ACASO QUE ESTE ES UN BUEN REGALO DE CUMPLEAÑOS, ASÍ, SIN TARJETA NI NADA?
— ¡Ya no me grites, gordo! —No tardó en responderle Luna, llevándose ambas manos a los oídos—. ¡Eres un escandaloso!
— ¡No te hablaba a ti, enana! ¡Le hablo a Lavinia! ¡SAL DE ALLÍ DE UNA VEZ!
Y arranchándole el anillo de la mano, el cumpleañero comenzó a frotar dicha sortija entre sus manos, esperando que dicho objeto funcionase de forma similar a la lámpara de un genio mágico.
— ¡QUE SALGAS, TE DIGO! ¡NO TENGO TODO EL DÍA!
— ¡Devuélveme mi anillo! —repuso Luna, dándole a Alex un tremendo pisotón que le hizo pegar un grito digno de un mono aullador, el cual puso en seguida en alerta a su padre.
— ¿Qué pasa aquí? ¿Está todo bien, chicos? —cuestionó el señor Lipman, asomándose a través de la puerta de la habitación de su hijo.
— ¡Todo bien, Jack! ¡Sólo estamos jugando a que somos estrellas de rock! —aseguró el cumpleañero, levantando el pulgar, disimulando el dolor en su pie derecho a causa de aquel último pisotón con una gran sonrisa en su rostro, gesto nerviosamente compartido por sus tres amigos a fin de salvaguardar las apariencias.
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