Felicity, una mujer con sus treinta años recién cumplidos, se dirigía a la facultad en una fría mañana de invierno. Las calles estaban envueltas en una niebla grisácea que parecía tragarse todo a su paso. El aire era tan helado que cortaba la piel, y el cielo, nublado y plomizo, apenas dejaba pasar un rayo de sol. Cada respiración se convertía en una pequeña nube blanca que se disipaba rápidamente, como un recordatorio constante del frío que la envolvía.
Mientras avanzaba lentamente por la acera desierta, su mente estaba atrapada en un mar de pensamientos turbios. Cada paso que daba resonaba en el silencio opresivo, acentuando la sensación de soledad que sentía. A pesar de la belleza melancólica del día, todo parecía sombrío y distante, como si el color y la vida hubieran sido drenados de su entorno.
El campus universitario, normalmente vibrante y lleno de vida, ahora se sentía vacío y desolado. Los edificios de la facultad, que solían ser el escenario de interminables conversaciones y risas, estaban casi desiertos. Las pocas personas que cruzaban su camino parecían estar en un estado de ánimo similar al de Felicity: apáticas, cansadas, y profundamente sumidas en sus propias preocupaciones.
El doctorado de Felicity era su mayor orgullo, pero también la fuente de su agobio diario. Desde el inicio de la pandemia del COVID-19, su vida había cambiado drásticamente. Aislada en un país lejano, sin la compañía de su familia, ni de su querido novio, la soledad se había convertido en su compañera constante. El encierro forzado había marcado un año de aislamiento completo, un tiempo que se estiraba interminablemente y que dejó una profunda huella en su bienestar emocional.
Recorría el trayecto hacia la facultad con la mente abrumada por recuerdos y pensamientos. Extrañaba profundamente a su familia, sus abrazos cálidos, y el consuelo de sus voces familiares. Pensaba en cómo su vida había cambiado desde que se mudó para seguir el sueño de obtener su doctorado, alejada de las personas que más amaba. Su novio, con quien había compartido sueños y esperanzas, también estaba lejos, y la distancia física amplificaba la distancia emocional. Las videollamadas y mensajes no podían llenar el vacío de su ausencia, ni el calor de su presencia.
Cada día se sentía más pesada, atrapada en una rutina que parecía no tener fin. Las largas horas en la biblioteca, los trabajos interminables, y la presión constante para mantener su rendimiento académico eran un recordatorio constante de lo lejos que estaba de la vida que había imaginado para sí misma. La distancia física y emocional de sus seres queridos intensificaba su tristeza, creando una sensación de vacío que parecía imposible de llenar.
Esa noche, al regresar a su pequeño y frío apartamento, Felicity se sintió particularmente abatida. La soledad de su hogar la envolvía como una manta helada. La luz tenue de la lámpara de su habitación apenas iluminaba las paredes desnudas, y el silencio era interrumpido solo por el ocasional murmullo del viento. A la hora de dormir, se sentó en la cama y miró el techo, sintiendo el peso de sus pensamientos y emociones acumuladas durante el día. Con una profunda sensación de desesperanza, se acomodó bajo las mantas y se dispuso a rezar, como lo había hecho muchas noches antes.
No se arrodilló como en su infancia, sino que permaneció recostada, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Su oración era una mezcla de tristeza y resignación, un susurro apenas audible que reflejaba su dolor interno. “Por favor, dame paz”, rogaba. “Déjame descansar, al menos por un momento.”
Con el corazón pesado y los ojos cansados, Felicity se hundió en el abrazo de las mantas, buscando consuelo en el sueño que se acercaba. Sus párpados se cerraron lentamente, y la oscuridad de la noche la envolvió. En ese silencio profundo, se sumió en un sueño mientras el negro de la noche la rodeaba, apagando poco a poco las preocupaciones que la atormentaban.
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