— ¡Kiriya, protege a las personas! —ordenó Zhì Yuè— ¡Yo me encargo del resto!
— Entiendo.
Kiriya se levantó y se paró delante de la gente que se arrinconaba en la esquina más lejana del salón. Se puso en posición de pelea.
Zhì Yuè lo sospechó, no por un sexto sentido o algo así, no era una persona cautelosa que viviera del anticipar o el precaver cada evento de su vida. Generalmente, dejaba al viento empujar las velas de su barco que obligarlo a seguir un curso; eso era lo mejor, las corrientes del mar siempre eran desafiantes, intrépidas e indomables, así era como le gustaba vivir.
La desconfianza nació de otra cosa, algo extraño que escuchó en el pueblo mientras caminaba junto a Kiriya. Su consciencia estaba vigilante, sumido a detalle en las palabras. La información en esos días valía mucho más que el oro.
Paralelo a la guerra, “Natsugama”, una asociación clandestina de magos oscuros, la cual se mantuvo aparentemente tranquila durante el último año, estuvo experimentando con personas.
Fue un dato que Zhì Yuè escuchó una noche infiltrado en el Consejo de Magos. Natsugama estaba implantando lágrimas en el cuerpo de pueblerinos. Una lágrima era introducida por el orificio del oído. Una vez en el cuerpo, se incubaba con lentitud y quedaba en la espera de ser activado por el creador de dicha atrocidad. El Consejo lo llamó “Alteración”. Su activación convertía al humano en un horrible orco de dos metros y medio, deformando sus huesos y piel, alterando su estado y volviéndolos impulsivos y violentos.
Con esa información, fue inevitable, para Zhì Yuè, alzar la guardia al escuchar a un señor decir: “Me duele la cabeza”.
— ¡Kiriya, no permitas que lastime a alguien!
— ¡Entiendo!
El arma era pesada, consistía en una gigante esfera de metal con largas y puntiagudas púas. El orco arrastró violentamente el artefacto; por su volumen, su desplazamiento fue lento, chirriante y disconforme.
«¿De dónde sacó eso? Es una herramienta mágica. ¿Acaso hay alguien de Natsugama infiltrado entre la gente?», se cuestionó Zhì Yuè. Se molestó consigo mismo. Aunque había subido la guardia, su empeño fue mediocre al no reconocer a su enemigo.
El orco agitó frenético su herramienta en el cielo. Destrozó algunos establecimientos. La gente corrió de un lado a otro. Por suerte, no había ningún herido de gravedad, no más que algunos civiles con raspones. No tan lejos se escuchó el llanto de unos bebés. Con ingenio, Zhì Yuè logró guiar al orco al centro del pase peatonal, donde la corrosión y las manchas oscuras conquistaban el pavimento; el ser descomunal había formado baches en más de un punto.
«¿Qué hago? Aunque ahora es un orco, sigue siendo una persona. No puedo lastimarlo, pero tampoco puedo permitir que hiera a otros».
— ¡Oye, tú! —gritó Zhì Yuè— ¡Sí, tú!, ¡el asqueroso de piel verde! ¿No sabes que puedes matar a alguien si te comportas así? ¡No, mi error! ¿No sabes que tu actitud arruina los códigos de etiqueta?
— Y luego me preguntas de dónde aprendo “esas” cosas —articuló Kiriya.
Zhì Yuè se volvió sorprendido hacia él.
— ¿Ah?, ¿qué haces aquí?, ¿y las personas? —preguntó.
— Adentro. —Kiriya saltó el marco inferior de la entrada de la pastelería. Tenía un cuchillo de cocina, el cual sostenía como si se tratase de un dardo—. Créeme. Eso no entrará.
«¿Qué le hizo la familia Kaer? Esa mirada… Es como si hubiera cambiado de personalidad», meditó Zhì Yuè. Era aliviador que no sintiera miedo, no tendría que estar protegiéndolo. Pero era preocupante la axiología por la que parecía fluctuar. Una conversación importante estaba pendiente entre ellos.
— Es un humano —esclareció Zhì Yuè—. No podemos lastimarlo.
Kiriya lo miró con una expresión blanca. ¿Zhì Yuè intentaba bromear con él?, ¿o quizás no sabía qué era un orco? No. Zhì Yuè no sabía la diferencia entre humanos y orcos. «Sí, es eso», concluyó Kiriya, y lo miró con decepción.
Zhì Yuè leyó sus pensamientos. Sin mucho palabreo, resumió:
— Luego te explico. Tira el cuchillo. Céntrate en cuidar el entorno. Si ves a alguien sospechoso entre la gente, hazme un favor, abofetéalo y subyúgalo. No hagas más. Al parecer alguien “malo” está oculto y comete fechorías.
— Entiendo —asintió Kiriya.
El joven Yamagata se tomó su papel en serio. Colocó una expresión seria y miró el entorno con cuidado. Inmediatamente, notó un desperfecto. Sin dudarlo, desapareció del lugar yendo tras él.
Zhì Yuè evaluó la situación con cuidado.
«Debe existir una forma de regresarlo a la normalidad, ¿no? —se planteó dudoso. El día que escuchó la charla de sus superiores, estaba muy apresurado por escaparse, pasó por el lugar por pura casualidad, no era parte de su cometido espiarlos; además, antes de que su líder se diera cuenta de su ausencia en Grumelia, era mejor desaparecer, así que su espionaje se redujo a dos o tres minutos de información—. El Consejo de Magos debe estar examinando el asunto. Si ese es el caso, entonces…»
Zhì Yuè tenía muchos artefactos mágicos. Su maestro se lo había advertido. «¡No utilices tu magia a menos que lo necesites de verdad!», le gritó en el pasado, lanzándole un barril de cerveza. Por ello, siempre llevaba un garlin con él, un objeto de la familia Caelifer que servía de equipaje. Colgaba de su muñeca derecha como una pulsera negra, simple y desgastada. Pero era un artefacto que se moldeaba a la afinidad del dueño, así que su aspecto variaba según la evolución de este.
Dentro del garlin, había algunos talismanes y conjuros, de nuevo, netamente de la familia Caelifer; estaban plasmados en una hoja negra con sangre de quimera. Sacó uno de ellos nombrado Midda, el cual alteraba el tamaño de seres o cosas.
El orco se acercó violentamente hacia Zhì Yuè, lanzó el arma a su dirección. Zhì Yuè lo esquivó. El artefacto creó una gran cavidad en el acerado. Medio metal se había clavado allí. El impactó generó un temblor en la tierra y provocó mayor terror en los pueblerinos.
Zhì Yuè era capaz de volverse tan liviano como una pluma si lo quería. Por ello, no se le complicó escapar del ataque. De tan solo un salto, el audaz joven aterrizó de pie en la esfera de metal. Su caída estuvo tan milimetrada que ninguna de las agujas le causó herida alguna.
— Eso sin duda fue personal, ¿quieres matarme? —consultó Zhì Yuè, ofendido. Lo único que salía del orco eran gruñidos y jadeos, mas no palabras—. Bueno, ¡me toca!
El joven de los cabellos rojos corrió rápidamente alrededor del orco. Direccionó el conjuro de Midda hacia él, pegándolo en su espalda. Con una de sus manos, realizó un gesto; cerró tres de sus dedos y dejó extendidos el índice y el dedo del medio de su mano derecha.
— ¡Haf’alah! —gritó— ¡Diez centímetros!
La figura robusta y gigantona del atacante fue volviéndose diminuta. Sus gritos y gruñidos se escucharon cada vez menos. La gente, que antes gritaba aterrada y frenética, se fue calmando, viendo el cambio de escenario. Los que se arrastraban por el suelo se pusieron de pie y con otro grupo de personas, de los que se ocultaban entre muros y paredes del entorno, se acercaron hasta donde el orco yacía en su nueva estatura.
— Parece una rata… Una rata fea y gorda, …y sin pelaje —aseguró un adulto, sacudiendo su sombrero contra su pantorrilla, sacando el polvo.
— Señor… —habló Zhì Yuè—, procure no volver a gritar como si lo desmembraran. En este pueblo, sí que muchos son exagerados.
Aquello era cierto. Muchas de las “victimas”, que gritaron, ni siquiera habían estado cerca de ser una.
— Los habitantes de Starlim somos conocidos por tener un nivel inferior de magia, diríamos que ocupamos el último puesto en todo el país. Deberías saber eso. Si lo único que podemos hacer es gritar por nuestras vidas, entonces gritaremos con todo lo que tengamos para que alguien nos ayude. Es de inteligentes saber cuáles son los límites, ¿no crees?
— Tal vez tenga razón —aseguró Zhì Yuè—. ¿Pero no le parece honorifico morir sin gritar como un puerco?
— Yo tengo un punto, y tú, niño, otro. No deberías pelear con un adulto. Gracias por la ayuda. Será mejor que saques eso de aquí —sugirió, mirando al orco.
Un anciano de expresión rancia y líneas faciales desesperadas se acercó y rugió bruscamente:
— ¿Sacarlo? ¡Tiene que matarlo! ¡Niño!, ¡mátalo ahora mismo! ¿Qué pasa si regresa a su tamaño? ¡Nos asesinará!
El viejo recogió un ladrillo despedazado de un escombro y se aproximó prepotente.
— Ni se le ocurra acercarse, o tendré que detenerlo —emitió Zhì Yuè, parándose al frente de él.
— ¿No estás viendo la gravedad de esto? —le incriminó el anciano.
— Deja al niño en paz, Cebridick —lo detuvo un hombre robusto, parecía estar cerca de los cincuenta años. Se escuchó ofendido y menospreciativo. Desdeñó a Zhì Yuè sin vacilar—. Él sabe lo que hace, ¿no? —pronunció lentamente, reservando los caracteres de amabilidad—. Lo último que necesitamos es que alguien apellado Caelifer se sienta insultado.
— ¿Caelifer? —repitió Cebridick.
— Solo tienes que ver su asquerosa cabellera; un poco más oscura y sería tan densa como toda la sangre que cargan los Caelifer. Escuché que sus hilos están compuestos de eso. Se dice que es una maldición, una diferente a la que le llega a uno de los nacidos de cada generación. Hace unos siglos, la muerte se aparentó a ellos, todo aquel apellado como tal, sea de sangre o no, unido hasta por el matrimonio, la cabellera muta al color manzana.
— ¿No es la guerra también por la culpa de los Caelifer? —preguntó otro.
— ¡Sí, sí!, ¡lo es! —confirmó un campesino— ¡Lo escuche de unos viajeros en la taberna!
La mirada de Zhì Yuè apuntó al suelo. Sus hombros estaban tensos y alzados. Su cuerpo reaccionó a una vergüenza indigerida que lo motivo a un torpe intento de esconder su rostro. Se sintió mareado. No realizó acción alguna. Su saliva se acumuló en su boca. Y estaba preparado para que le lanzaran piedras y le cupieran, o cualquier cosa que ya le habían hecho antes. No importaba. Podían cobrar algo de su desprecio y odio con él. No movería ni un musculo hasta que se sintieran saciados de justicia.
— ¡Cardidick!, sé agradecido con los que nos ayudan —corrigió un hombre, espléndidamente enfadado y golpeándolo en la cabeza. Aquel señor era el pastelero que había atendido a Zhì Yuè momentos atrás—. No hables así del joven, solo es un niño; deberías comportante como un adulto. ¡Y deja de beber!, mira cómo estás.
— ¡Cahandick! —gruñó Cardidick, aún más enfadado e impotente—. ¿Quién te crees para golpearme?
— ¡Cómo se te ocurre a ti! —regañó el pastelero, fuertemente—, ¡hostigar a un menor! ¡Anda, anda! ¿Dónde está tu hijo? ¡Celidick!, ¡Celidick!, ¡ven y sostén a tu padre, que con las justas puede ponerse en pie! —El señor entregó a Cardidick a su hijo, el joven de veintiuno se disculpó apenado con Zhì Yuè, y, a pesar de los gritos de su padre, lo retiró del lugar. Los presentes comenzaron a murmurar entre sí. Cahandick observó con severidad a todos. Sus ojos cargaban flechas de advertencia. Con un tono paternal, palmeó el hombro de Zhì Yuè y habló—: Joven amo Zhi, el pueblo Starlim le agradece su trabajo. Usted es un niño alegre, no se apene por tonterías. Los comentarios y los rumores, o solo “los rumores”, como sea que se diga, son como el viento y los olores, pueden ser beneficiosos, pero algunas veces tóxicos. Usted sabrá que ser inteligente y sabio depende de uno, ser feliz, sobre todo. A dónde vaya, encontrará dificultades, mucho peores que estas, y algo me dice que ya lo ha hecho y ha sabido levantarse. Esto es un juego para usted. Levante el rostro y camine con firmeza. Si usted no hubiera estado aquí, este día habrían muerto algunas personas, piense en eso, olvide el pesar y viva sin remordimientos, deje esto último a la vejez, no amargue su juventud. —Tomó su mano y lo hizo sujetar una bolsa de papel—. Creo que tiene que irse, su amigo, el joven Yamagata, me parece; vi que se fue detrás de alguien hacia los callejones de la calle M, el cual se conecta con la avenida G. La calle M es un laberinto. Ha de necesitar su ayuda, vaya rápido.
El semblante de Zhì Yuè permaneció oculto. Sujetó rápidamente al orco, lo sostuvo como si se tratase de un muñeco y lo llevó consigo. Antes de abandonar el lugar, se volvió hacia el pastelero y le agradeció con una sonrisa.
En el camino, mientras giraba de esquina en esquina, intentando encontrar la calle, el pequeño vándalo le mordisqueó el aductor del pulgar; su mano terminó chorreando en sangre, pero, aunque le dolía, lo ignoró por completo.
Se detuvo en seco. No sabía por dónde ir. Todas las calles se veían idénticas. Tres rutas se dividieron frente a él. Cada una emitía un extraño y particular llamado. ¿Por cuál iría? ¿Cuál era la vía correcta…?
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