Se levantó lentamente, estirando los brazos y sintiendo cómo los músculos de su cuerpo de 12 años se tensaban y relajaban. Era un cuerpo fuerte, atlético, que había aprendido a manejar con destreza. Desde que comenzó a entrenar en deportes, Allegra había encontrado una forma de canalizar la energía que parecía desbordarla. La tristeza profunda que la había consumido en los primeros días, cuando apenas comprendía dónde estaba y qué había sucedido, se había diluido con el tiempo. No sabía si se debía a su juventud, a la novedad de ser un varón en un cuerpo diferente, o simplemente porque la vida seguía adelante. Pero aquella tristeza, que una vez le había hecho desear desaparecer, ahora era un eco distante. Aún así, Allegra sabía que no podía permitirse olvidar. Escribir en su diario era su manera de mantener viva esa conexión con su pasado, de recordar quién era y de dónde venía.
Hoy, sin embargo, mientras se acercaba al espejo de cuerpo entero en la esquina de su habitación, una punzada de melancolía la invadió. Allí estaba, un joven alto para su edad, con el cabello plateado cayendo suavemente sobre su frente y los ojos de un gris profundo que, a veces, en momentos de intensa emoción, cambiaban de color. Allegra se quedó mirando su reflejo, intentando ver más allá del niño que había aprendido a conocer durante los últimos dos años. ¿Cómo era Felicity? La imagen de su antiguo yo se desvanecía como un sueño que se borra al despertar.
Recordaba vagamente la forma de su rostro, pero los detalles específicos se escapaban como arena entre sus dedos. En un esfuerzo por retener lo que quedaba, Allegra se dirigió a su escritorio, donde un cuaderno desgastado reposaba, lleno de recuerdos que había luchado por conservar. Se sentó en la silla y abrió el cuaderno, buscando con urgencia las páginas en las que había descrito a su familia y a sí misma, en un intento desesperado de mantener viva esa conexión.
Los rostros de su madre y su padre eran difusos en su memoria, pero al leer las palabras que había escrito años atrás, un calor reconfortante llenó su pecho. Aunque la neblina cubría esos recuerdos, el amor y el deseo de volver a encontrarlos no se habían debilitado. El cuaderno se había convertido en su vínculo con el pasado, un testimonio de su vida anterior y de la persona que había sido.
Respiró hondo y continuó leyendo, dejando que las palabras la reconfortaran. El cuaderno era su salvavidas, el único ancla que la mantenía conectada a un pasado que cada día parecía más lejano. Pero incluso en medio de esa tristeza, Allegra sentía una chispa de esperanza. Aunque los detalles se desvanecían, el amor que sentía por su familia seguía vivo, y eso era lo que la mantenía fuerte.
Con el inicio de clases a la vuelta de la esquina, Allegra sabía que tenía que prepararse. No solo se trataba de volver a la escuela, sino de adaptarse a una vida que, aunque extraña y a veces desconcertante, era la suya ahora. Tenía que fortalecerse, tanto física como mentalmente, porque sabía que el camino para encontrar respuestas sería largo y difícil.
Al final del día, después de cumplir con sus lecciones y entrenamientos, Allegra se acostó en su cama, el cuaderno cerrado pero siempre cerca. Aoi y Wolfgang la observaban desde la puerta, sus rostros llenos de una mezcla de felicidad y esperanza al ver cómo su hija, o mejor dicho, su hijo, se iba transformando en alguien más fuerte y determinado.
Allegra, ajena a su mirada, se quedó contemplando el techo, preguntándose qué le depararía el futuro. Había aprendido mucho en esos dos años, sobre el mundo, sobre su nuevo cuerpo, y sobre sí misma. Pero había algo que no cambiaba: su deseo de descubrir la verdad y reunirse con su familia. Con esa resolución en mente, cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño, sabiendo que el día siguiente la acercaría un poco más a su objetivo.
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