Tomé una amplia bocanada de aire. ¡Qué bien huele la hierba fresca!
Moví los dedos entre las briznas de hierba, apreciando la mullida moqueta en la que estaba tumbado.
—Mh… —Exhalé contento. —Nada mejor que un viaje al monte para olvidarse del ruido de la ciudad, dejar atrás el hedor a tubos de escape y el estrés de los horarios.
“¡Esto es vida!” pensé.
—Qué paz… oír cantar a los pájaros, sentir la brisita acariciarme la cara…, sentir el calorcito del sol, oír volar a una mosca… sentir a la mosca posarse en mi nariz… sentir a la mosca meterse en mi boca…
—¡puagh!
Me incorporé sobresaltado haciendo aspavientos con ambas manos.
—¡¿Pero bueno, no se pueden ni tener cinco minutos de paz?! —Escupí saliva como si intentara limpiarme la boca— Menuda forma de romperme la atmósfera.
Abrí los ojos.
Era un día claro, soleado. El cielo azul radiante, salpicado de nubecitas blancas y esponjosas. Una mañana de domingo primaveral perfecta para alejarse de la selva gris en la que pasaba la mayor parte de mis días y reencontrarse con uno mismo en plena naturaleza. Un ritual al que me había acostumbrado desde hace unos años: cada vez que me sentía superado por el trabajo, la familia o la sociedad en general, aprovechaba el fin de semana para escapar en bici hacia alguno de los montes que rodeaban mi ciudad.
Y esta vez había sido algo parecido. Nada fuera del otro mundo, solo una mala semana en el trabajo: jefe plasta, reuniones que no llegan a ninguna parte… y un informe infinito por redactar. Así que ahí estaba yo: solo. Alejado de todo. Disfrutando. ¡Feliz!
Oteé el horizonte con mirada satisfecha.
—No deja de admirarme lo bella que es la naturaleza. Tenemos ahí una bonita montaña cubierta de bosque -cuyo nombre no recuerdo- y allí otra montaña cubierta de bosque -cuyo nombre nunca me he cansado en buscar- y otra montaña… y otra… mon… espera-
Se me torció el gesto.
—¿y el mar? ¿y la ciudad?
Me levanté de un salto y rascándome la cabeza algo confuso giré sobre mis talones.
Estaba muy seguro de que no había caminado tanto. Deberían de verse al menos una ciudad y un par de pueblos. Por no hablar del mar, cierto, debería verse claramente el horizonte al norte.
—Bosque, monte, bosque, monte, monte, bosque, monte, bosque… —murmuré girando sobre mis talones.
…
Un grito salió de lo más profundo del pecho:
—¿¡DÓNDE COJONES ESTOY?!
Las piernas me cedieron y caí al césped de nuevo.
—Aker céntrate, —pensé en voz alta— céntrate. ¿Qué he hecho yo hoy?
Repasé mentalmente con minuciosidad todo mi día hasta el momento con creciente incredulidad:
“Primero me desperté con el sonido de una llamada de teléfono. Hablé con un amigo sobre organizar una fiesta de cumpleaños mientras desayuné. Me duché. Me vestí. Me subí en la bici. Salí de la ciudad por la ruta habitual y dejé la bici en el aparcamiento de siempre, con la cadena atravesando el sillín por si acaso. Rellené la botella de agua en la fuente. Subí al monte por la ruta vieja. Llegué a la cima del monte. Y después.”
Nada
—¿Y después? —mis pensamientos salieron por mi boca como un murmullo tembloroso.
Me empezó a invadir una creciente ansiedad. Cerré los ojos de nuevo en un intento de buscar los recuerdos en mi interior:
“Recuerdo iniciar el descenso del monte por otro camino en bastante mal estado.”
“Recuerdo una sensación de inseguridad…” apreté los ojos como si quisiera exprimir el recuerdo a la fuerza. Y entonces caí en la cuenta.
Al descender por un camino escarpado tuve un traspiés con una roca suelta y me precipité monte abajo…
…
Me quedé atónito, en blanco, por un tiempo que me pareció una eternidad. Las manos me empezaron a temblar a medida que un sombrío pensamiento se formaba en mi mente. La boca se me secó. Los ojos se me volvieron llorosos y una vorágine de emociones se apoderó de mí.
—He mu… mu-er…
El pensamiento no acababa de formarse. A medida que crecía mi ansiedad, sentía como si mi mente estallara en una miríada de emociones a cada cual más visceral y más negativa. Me recogí las piernas y entrecrucé las manos en un intento de controlar los nervios que me invadían. Sacando fuerzas del pánico empecé a controlar mi respiración. Lentamente conseguí calmar los espasmos. Lentamente conseguí acallar mi mente. Lentamente conseguí tranquilizarme y volver a abrir los ojos y mirar a las montañas ante mi.
—He muerto. —Formulé en voz baja, como si quisiera dejar constancia del hecho en el plano físico y no solo en mi cabeza.
¿Había muerto? Era la opción más plausible para mi cabeza teniendo en cuenta los hechos. Aunque tampoco es que se pudiera sostener la idea con una mente fría. O sea, había muerto y misteriosamente reencarnado sano y salvo en… ¿otro lugar? ¿otro tiempo? ¿otro mundo?
La verdad: no me convencía del todo la explicación pero al menos calmaba mi alma. Y eso era lo más importante en aquel momento. Me tomé unos minutos más para recomponerme y espantar cualquier pensamiento intrusivo que amenazara con apoderarse de mi cabeza. Fue más complicado de lo que hubiera esperado pero conseguí calmarme lo suficiente como para poder centrarme en mi entorno. Me percaté de que a pesar de haber muerto había aparecido en aquel lugar con toda mi ropa. Rebusqué entre los bolsillos y encontré mi juego de llaves y el teléfono. Roto. Por desgracia alguno de los golpes había rajado por completo la pantalla y estaba inutilizado. A mi espalda todavía colgaba la mochila que me acompañaba en todas mis aventuras con un paraguas, una cantimplora abollada y un bocadillo espachurrado. Entre sus bolsillos también encontré un tique de supermercado, un único chicle y un mechero. Curioso. Curiosísimo, como diría Alicia, aunque tampoco podía permitirme el lujo de ponderar las cuestiones metafísico-filosóficas que una reencarnación con posesiones materiales conllevaba. Eso sí, me lamenté por no llevar una navaja multiusos o un juego de acampada más completo.
Guiado por los pocos conocimientos que tenía de orientación y supervivencia descendí de la colina en busca de algún curso de agua que pudiera indicar signos de civilización, aunque el bosque parecía completamente deshabitado. Un arbusto llevaba a un seto y un seto a un árbol que llevaba a un arbusto o a un pequeño claro desde el que podía vislumbrar las nubes que avanzaban perezosas por el cielo.
Tras horas abriéndome camino entre la maleza dí por confirmada mi impresión inicial. No dí con ninguna carretera, ni sendero; ni con edificio alguno; ni siquiera dí con alguna ruina o piedra que pareciera estar manipulada por algún ser humano. Por suerte, tampoco me encontré con ningún animal que quisiera comerme, sólo con pequeños insectos, hormigas y más moscas cojoneras ¿sería mi olor desconocido que los repelía? O tal vez directamente que no existía en aquel lugar nada parecido a un lobo, zorro, jabalí, o similares. En todo caso, mejor: “mi conocimiento sobre enfrentar animales salvajes es nulo y no me apetece remorir tan pronto” pensé.
Así, la travesía por el bosque fue sencilla, aunque algo monótona y silenciosa. Aunque a medida que pasaba el tiempo en lo profundo empezaba a formarse un miedo muy real: “¿y si aquello no tenía fin?”, hice de tripas corazón y desterré la negatividad de mi mente todo lo que pude. No era el momento de desmoronarse.
Sería media tarde cuando por fin escuché el sonido del agua.
—¡Aleluya! Menos mal… —se me escapó en una mezcla de grito de alegría y suspiro de incredulidad.
Y era más agua de la que me hubiera podido imaginar.
El denso ramal dio paso a una pequeña playa rocosa en el meandro de un río de un caudal considerable. Sus aguas tranquilas y cristalinas incluso invitaban a darse un baño… ¿por qué no? El día era cálido y todavía quedaban horas de sol. Dejé la ropa y la mochila sobre las piedras y me lancé al río sin pensármelo más. ¡El agua estaba buenísima! Nadé, buceé y chapoteé -en pelota picada- como si volviera a tener 5 años. Total, no es que fuera a verme ningún conocido. Con todo, no me permití bajar la guardia al cien por cien. Era en territorio desconocido y en cualquier momento podían aparecer depredadores de cualquier tipo. Incluso llegué a sentir que alguien me observaba desde la espesura. Por suerte no ocurrió nada.
Un breve bañito rejuvenecedor después me senté sobre una de las rocas al sol a degustar mi espachurrado bocata. Nada como algo de comida después de un chapuzón.
Y estaba yo absorto en mi comida cuando me pareció intuir la voz de alguien. Sorprendido, alcé la mirada en busca del origen de la voz.
—Eooooooo ¡Tú! El desnudooooooo.
El grito provenía de una barca de madera que descendía el río. Sobre ella, un señor de mediana edad, de tez morena y pelo canoso agitaba efusivo un remo en el aire intentando llamar mi atención.
—¡Hostia puta! Una persona- grité mientras corría a esconderme tras la piedra sobre la que estaba sentado. Qué vergüenza. Ya está, estoy acabado. Soy el nudista exhibicionista del río. De esta no me recupero.
Al barquero no pareció importunarle mucho mi exceso de piel visible. Más bien parecía encontrarlo gracioso.
Atracó la barca en la playita y descendió sonriente de un salto.
—¡Menuda rareza encontrarse a alguien por estos lares! Zagal, ¿qué te trae por aquí? ¿eres aventurero? ¿explorador? —se me acercó a una distancia incomodísima.— Los tienes bien puestos, sí señor. —asintió efusivamente— De aventura hay que salir a sitios donde no va la gente y de joven. ¡Ja! Ríome yo de los zagales del pueblo. Todos con ganas de heredar el terruño familiar. Sin ánimo de aventura ni de descubrir nada que no esté a dos palmos de sus lechos calentitos —la mueca de desprecio era evidente. Tanto que hasta empecé a sentirme mal por el objetivo de su burla.— Peeeero —puntualizó— ¡Me alegro que no se haya vuelto así todo el mundo! —y rió.
Se detuvo un segundo para tomar aire y continuó con su metralla:
—¡Santa Luz! Mira que llevo remontando y bajando este río por lustros y es la primera vez que me cruzo con alguien que no sean las caras de siempre. ¿Será cosa del destino que me ampara? —Volvió a callar medio segundo, como si se hubiera percatado de algo.
—¡Ay de mis modales! Zagal, tendrás que perdonar a este viejo, llevo unas cuantas jornadas sin hablar con alguien y se me va la lengua sola. Me llamo Rike, soy algo así como un pescador-comerciante… un vividor de la vida más bien. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
Entre la verborrea y la vergüenza. Me quedé en blanco.
—Esto… perdona. ¿Te importa si me visto primero? —Fue lo único que pude mascullar.
El tal Rike asintió sonriente y se dirigió de vuelta a su barca mientras volvía a vestirme.
Una vez recompuesto me presenté como Aker y simplemente le comenté que había estado explorando el bosque y al encontrar unas aguas tan claras no había podido resistir el ansia de probarlas. Intenté ser lo más genérico posible; sin parecer sospechoso pero sin dar detalle concreto alguno, pues aunque Rike parecía amigable, todavía no sabía dónde estaba ni qué hacía ahí. Por suerte con decir dos frases ya le había dado cuerda de nuevo para que se pusiera a hablar. Su vociferio empezaba a taladrarme las orejas pero, en este específico y concreto caso, mejor dejarlo hablar a él y evitar que indagara más sobre mí.
El pescador observó con ojos encendidos de curiosidad, su ropa y la mía eran claramente diferentes, como lo eran mi peinado, manierismos y los objetos que me acompañaban.
—Decidido —asintió seguro— te invito a comer a casa esta noche. Y no acepto un no por respuesta. Mi Aina siempre me prepara un festín cuando vuelvo así que habrá comida de sobra. Y esta vez aparte del puñado de monedas le traeré a una persona que parece llevar muchas historias detrás por las pintas que me traes.
—¿Qué me dices zagal? —”¿para qué le he dicho mi nombre si me va a seguir llamando zagal?” pensé— No es mal plan, ¿no? Además, Egitim es el único asentamiento cercano con camas y alcohol para descansar. Si tenías plan de llegar a alguna parte tienes que pasar por ahí sí o sí. ¡Te estoy haciendo un favor!
“¿Dónde cojones está Egitim?” saltó un grito en mi mente. Intenté con todas mis fuerzas que no se me notara en la cara la sorpresa, aunque no sé si mi disimulo tuvo éxito. “Eso en mi parte de Europa no está, como mínimo… hostia -y ahora de verdad- ¿dónde estoy? ¿por qué tengo a un señor con pintas de tendero de feria medieval hablándome? ¿por qué tiene una barquichuela de madera? ¿por qué… ¿¿todo??”
Suspiré.
Intenté esbozar una sonrisa amable aunque me acabó saliendo una mueca medio nerviosa.
Acepté su oferta.
O bien a Rike le parecía un ser de lo más exótico que su curiosidad no podía dejar escapar, o estaba tan aburrido de su largo viaje que se aferraba a cualquier novedad por pequeña que fuera, o bien quería hacerme… cosas malas -eso nunca se descarta- pero falto de una buena excusa para rehusarme y temeroso de que en una pelea fuera a llevarme la peor parte no tenía otra.
Me acomodé en la parte trasera de su barca, rodeado de bultos y cajas de formas y colores pintorescos. Varias de las cajas desprendían olores de lo más curioso, dulzones algunos, más agrios otros, pero ninguno era especialmente repelente. Rike me miró con una sonrisa orgullosa.
—Incienso para dragones.
Emulé una mueca de interés exagerado suponiendo que sería algún producto exótico y valioso.
El barquero dio un salto al frente de la nave y con la pericia que dan los años de experiencia alejó la barca de la orilla y nos dirigimos corriente abajo entre los anchos meandros del río.
Me pregunto qué clase de lugar sería Egitim.
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