Ustedes son mis preciosos tesoros, pero antes de eso había dos pequeñines, aquellos de los que mi amada no me dejó disfrutar; aquellos niños fueron el capullo de mi vida a pesar de que ya estaba viejo. La mayor, era tímida, inteligente y muy curiosa, a veces demasiado. Era pequeña la última vez que la vi presencialmente, tenía como cuatro años, era una pequeña muy alegre en ese entonces, tenía unos grandes ojos verdes como el jade, un largo cabello ondulado color negro medianoche; su hermanito era muy alegre, el consentido de la casa si me lo preguntan, ¿Cómo no lo iba a ser si solo contaba con la corta edad de dos años?

Mi esposa era una mujer un poco más joven que yo, con un rizado y castaño cabello que llegaba hasta sus hombros, una hermosa mujer francorusa; era una mujer muy seria y eso a veces podía ser un poco molesto, porque sus castaños ojos me asustaban, sigo sin creer que estuve casado con ella aproximadamente unos veinticinco años.

Esa mujer fue la mayor desgracia de mi vida, sí, la quise mucho como para negarle algo, esa fue mi perdición, y mis pobres hijos fueron los que recibieron aquel Karma.

Todo empezó la tarde de un sábado, cuando a mi mujer se le ocurrió decir que nuestros hijos eran una molestia, que ya no sentía el mismo cariño proveniente de mi persona. Sí señores, sé que en ese momento debí haberlo terminado, debí haberme divorciado, porque ¿Qué clase de mujer empieza a llamar a sus hijos una molestia sólo por la ausencia de cariño de su pareja?. De todas maneras le llevé la cuerda, después mencionó a su amiga, aquella víbora me cae como una patada en el culo, dijo que era buena con los niños, que pensara en la idea de dejárselos por una semana.

—¡alto mujer! —tenía un miedo de alzar así la voz, pero no podía permitir que mis pobres bebés quedarán con esa mujer—¡¿pensar qué demonios?! , piensa tú en cuidarlos, yo pensaré en cómo conseguir la plata para una buena niñera, si es sobre plata ni te preocupes, tenemos la suficiente y sobrante para tener otros siete hijos si así lo quisiéramos—mi mujer ya me estaba empezando a poner una mueca de inconformidad.

—señor Mark Hawthorne, piénselo bien, una semana usted y yo solos, ¡solo una!, lo juro por la luna y las estrellas— esa mujer estaba loca si pensaba que yo iba a abandonar a mis hijos con una loca psicópata que me caía tan mal.

—lo pensaré— salió inconscientemente de mi boca esa frase tan peligrosa.

Y sí, lo pensé, y lo pensé, y llegó un momento en el cual me tentó la idea de estar solo con mi mujer una semana, una semana la cual faltaba hace no más de tres años. Más vueltas no le pude dar al asunto, en mi mente había una guerra de dos partes, una, la menos sensata, decía, hazlo, lo mereces, y tu mujer extraña el buen tiempo contigo, además de que, es una amiga de tu mujer ¿Qué podría salir mal?; la otra parte, intentando razonar decía, no puedes hacerlo, son tus hijos, no te agrada esa mujer y, ni siquiera tienes idea de que tan buena persona sea su esposo.

Pensé en la idea de contratar una niñera, claro una de las mejores, pero y si alguien más podía hacerlo gratis ¿Cuál era el problema? La única pregunta a este punto era ¿confiaba en mi mujer tanto como para dejarla decidir quién cuidaría a nuestros hijos? Lo más probable es que no, pero en ese momento estaba pensando en lo que dijo, "lo juro por la luna y las estrellas", eso era algo por lo que jamás la había escuchado jurar, esa mujer hacía juramentos que no cumplía, su padre era la única cosa que tomaba en serio, nunca en los veinticinco años que estuvimos casados había jurado y mencionado la cosa favorita de su padre, tal vez había dicho la verdad, tal vez sí cumpla esta promesa, tal vez lo estoy pensando demasiado. Sea lo que sea que hubiese pasado, el jueves (el día después de mi reunión mental) le dije que sí. Quizá me estaba volviendo loco, quizá necesitaba un psiquiatra.

El día domingo llegó esa mujer, estaba tan bien vestida que en un momento llegué a pensar que los vestidos a mi mujer le quedaban mal, por supuesto llamé a los niños, los cuales ya estaban preparados para irse, la única en contra de la idea de ir a la casa de un desconocido era Mathilde. Digo desconocidos porque Isabel nunca había llevado a Selen a la casa. Y si lo hizo, fue mientras nosotros no estábamos en casa.

Selen era una mujer más baja que mi esposa, rubia, pelo liso, ojos oscuros, pero no me llegaba a asustar su mirada, no como la de mi mujer. Me asustaba el hecho de que era descuidada ¿Cómo lo sé? Mi mujer contaba anécdotas de Selen escogiendo mal a su esposo, casi besando a un desconocido en la calle, tirando un montón de bolsas de ropa cara, la cual pertenecía a mi mujer y un montón de cosas más que mi mujer sin querer o a propósito decía cada tres minutos.

Y niños nunca intenten malinterpretar mis palabras, nunca conocí mujer más hermosa que su madre, tampoco estoy diciendo que Selen era más hermosa que mi esposa, sólo estoy señalando el hecho de que, a pesar de tanta ropa cara, mi mujer nunca se supo arreglar bien.

Bajó Mathilde, su mano derecha ayudando a Eiael, y en su mano izquierda teniendo una pequeña maleta.