Sus pensamientos fueron interrumpidos.
Los vecinos habían vuelto a empezar su ritual semanal: gritos, portazos y algún que otro insulto creativo que lograba colarse a través de las paredes delgadas.
Asteron cubrió sus ojos con el brazo como si eso pudiera protegerlo de la cacofonía doméstica.
—Ah, sí, el soundtrack de mi vida —murmuró con sarcasmo—. Lo único que falta es que me inviten a participar. Pero no, gracias. Prefiero ahorrar para largarme de esta obra de teatro barata. Aunque, claro, primero necesito el dinero... y eso parece más difícil que escapar de esta pocilga.
Entonces, algo cambió.
De repente, los gritos se apagaron, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. La humedad opresiva del cuarto desapareció. El colchón bajo su espalda perdió su forma, como si se derritiera, y fue reemplazado por algo más firme, más natural.
Algo no estaba bien.
Abrió los ojos de golpe y se incorporó rápidamente, mirando a su alrededor con incredulidad.
No estaba en su habitación, ni en el apartamento, ni siquiera en la ciudad.
Se encontraba bajo un mar de estrellas que brillaban con una intensidad que jamás había visto en este ciclo de vida, como si el cielo mismo hubiera decidido acercarse a la tierra para mostrarle su esplendor.
La hierba bajo sus pies era fresca y suave, y el aire olía a tierra húmeda y flores silvestres. A su alrededor, los árboles se alzaban como gigantes antiguos, con troncos gruesos y retorcidos, sus copas eran tan altas que parecían rozar las estrellas.
El sonido de un riachuelo cercano se mezcló con el susurro de las hojas y los cantos lejanos de criaturas nocturnas.
Por primera vez desde que recuperó los recuerdos de sus vidas pasadas, algo escapaba a su comprensión.
—¿Dónde diablos estoy...? —murmuró y su voz se perdió entre los árboles.—. ¿Y cómo llegué aquí?
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