Cuando recuperó la conciencia, La hierba roja y pegajosa bajo su pecho le recordó que todavía estaba vivo,. El aire era fresco, pero llevaba consigo el sabor metálico de la sangre y el aroma terroso de la tierra.
Intentó hablar, pero solo logró emitir un sonido gutural, un gemido que se perdió en la brisa.
"Así que... siempre fui yo...", musitó, aunque las palabras le pesaban en la lengua. "La puerta roja… tiene que ser obra de ella. Pero… ¿por qué?"
Pero no había tiempo para reflexiones profundas.
Su visión era un caos de sombras que se retorcían y su cuerpo, pesado e inservible, apenas respondía. Sin embargo, entre sus dedos entumecidos, sintió algo: una pequeña caja.
Con movimientos torpes, la abrió, tanteando su contenido.
Frascos.
El vidrio helado besó su piel, indiferente. Sus dedos, manchados de rojo, se deslizaban sobre las superficies, buscando algo que solo él podía sentir... hasta que lo encontró.
Un frasco distinto. No ardía como el fuego, sino como algo más profundo. Como un latido atrapado en cristal.
Una sonrisa débil, casi imperceptible, se dibujó en su rostro. Antes que una arcada le sacudiera el cuerpo, y un hilo de sangre escapara de sus labios.
Pero no le importó.
"Este..."
Con la última chispa de su voluntad, abrió el frasco y dejó que una gota resbalara por su lengua.
Y entonces, el mundo se desvaneció en una oscuridad cálida y acogedora.
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