A medida que se desplazaba, se detenía cada ciertos kilómetros para repetir el ritual de conexión con los árboles. Colocaba una mano sobre el tronco, susurraba las palabras de vida y aguardaba pacientemente hasta que una hoja, movida por el conocimiento de la naturaleza, le indicara la dirección segura.
No tenía prisa.
"Un paso a la vez," pensó, recordándose que, aunque el entorno fuera familiar, la imprudencia había sido la caída de muchos.
Finalmente, una brecha luminosa apareció en el horizonte. Había encontrado la salida. Con una sonrisa ligera, salió del bosque y, antes de seguir adelante, se giró para dar una última mirada al manto verde. Inclinó la cabeza en un gesto respetuoso y susurró:
—Gracias, amigo, por mostrarme el camino.
De repente, un extraño aroma penetró en sus sentidos. Era leve, casi imperceptible, pero para Asteron era suficiente.
Una sensación de alerta se apoderó de él, una chispa de instinto que se encendió, fruto de incontables encarnaciones enfrentando peligros. Sin pensarlo dos veces, desenvainó los Cuchillos del Corte Etéreo, sintiendo la energía que latía en sus manos, lista para ser liberada.
—Esto no es un simple olor, —reflexionó.
Algo le decía que una amenaza se cernía no muy lejos. Siguiendo su intuición, ascendió rápidamente la ladera de una colina cercana, buscando una mejor vista del entorno. Al llegar a la cima, el paisaje se desplegó ante sus ojos, y lo que vio le heló la sangre.
A la distancia, un pequeño pueblo, rodeado por una muralla de troncos, estaba bajo ataque. Una horda de bestias, al menos quince, se lanzaba contra las murallas con furia.
Asteron observó a los guardias que intentaban defender el lugar desde lo alto de la empalizada, lanzando flechas y lanzas en un esfuerzo desesperado. Pero no eran adeptos del Arcáne. Carecían de resonancias, de cualquier habilidad que pudiera darles una oportunidad real contra criaturas de esa magnitud.
"Están condenados," pensó con frialdad, mientras sus ojos seguían el caos que se desataba.
Conocía esas bestias; sus cuerpos oscuros y musculosos, sus garras afiladas, eran inconfundibles. Para los aldeanos, resistir a una de esas criaturas sería casi imposible, y mucho menos a quince.
"Si la muralla cae..." pensó, vislumbrando el futuro inevitable. "No será más que una masacre."
Respiró profundo, contemplando la escena con una mezcla de frustración y desasosiego. En su pecho, el Corazón Etéreo palpitaba débilmente, insuficiente para librar una batalla de esa magnitud. Sabía que enfrentarse a esa horda en su estado actual sería casi un suicidio, una apuesta desesperada contra las fuerzas de la muerte.
No obstante, algo en él se resistía a dar la espalda y seguir adelante.
"¿Realmente debo arriesgarlo todo otra vez?", pensó, sintiendo una punzada de agotamiento recorrer su mente.
Esta vez quería vivir diferente, dejar atrás el eterno conflicto, las luchas incesantes. Después de todo, ¿no había prometido que en esta vida sería libre, que viviría sin esa cadena que siempre lo arrastraba al sacrificio?
Observó a los aldeanos en la empalizada, su determinación temeraria al enfrentar lo inevitable. Podría bajar la mirada, continuar su camino y justificar su partida como una cuestión de sensatez.
—¿Enfrentarme a bestias del Arcáne? Apenas logré convertirme en un Adepto, si intento algo ahora, seguro muero… Y no soy fan del suicidio.—se dijo, casi en un susurro, tratando de convencerse.
"Si permito que esto ocurra, si doy la espalda…", sus pensamientos lo traicionaban, revelándole una verdad implacable: ese peso, esa culpa, no le permitiría vivir en paz.
Ignorar esta situación sería ignorarse a sí mismo, y cualquier paz que obtuviera después sería un engaño, una sombra torcida de la vida plena que tanto anhelaba.
Apretó la mandíbula, dejando que el conflicto se resolviera en silencio. Cada fibra de su ser sabía lo que tenía que hacer, aunque parte de él quisiera evitarlo.
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