Bajamos en fila.
Éramos cinco. Cinco jóvenes como yo, con la piel húmeda por el rocío y las orejas aún sin endurecer. Los jefes caminaban delante, sus pasos no hacían ruido. Como si flotaran. No hablaban. Casi nunca lo hacían. Solo movían la cabeza o alzaban una mano cuando querían algo.
La grande cosa brillante apenas tocaba el cielo. Todo estaba azul, oscuro, como si aún no fuera tiempo de moverse. Las lunas seguían ahí, vigilándonos, como ojos suaves.
Caminamos hasta el río. El agua caía desde lo alto, desde una roca partida en el cielo. La cascada rugía, pero no era un rugido de furia… era el sonido de algo que ha estado allí siempre. El cielo comenzaban a aclarar.
Los slimes nos esperaban.
No se veían.
Solo cuando uno se metía al agua, entre las corrientes que giraban, se podía notar que allí estaban.
Azules como el río mismo.
Casi invisibles.
Los slimes no eran nuestros. No eran cosas.
Eran parte del alma del mundo. Y si uno te elegía… ya no eras el mismo.
Uno a uno, los jóvenes entraron al agua. La corriente los rodeaba. Y entonces… algo se les pegaba al pecho, al brazo, al hombro. Apenas un brillo, apenas una forma. Pero los sentían. Y así… el ritual se completaba.
El primero salió con un slime redondo que se movía mucho.
El segundo, con uno que se quedaba quieto.
El tercero… con uno más pesado, que hacía burbujas.
Y entonces… me tocó a mí.
Bajé al agua.
Estaba fría. No como el miedo, sino como la piedra al amanecer.
Me sumergí.
Abrí los ojos.
Esperé.
Nada.
Nadé. Algunas sombras se movieron cerca… pero se alejaron.
Una vez.
Dos veces.
Tres.
El jefe alzó la mano. Era la señal de rendirse.
—No —dije. Y volví a sumergirme.
Esta vez, bajé más profundo. Donde el agua era más pesada. Y entonces lo sentí.
Una cosita.
Pequeña.
Casi nada.
Una bolita transparente. Tan parecida al agua que casi la pasé por alto.
“No,” pensé. “Ese no…”
Me alejé. Subí. El slime me siguió.
Cuando salí del agua… ya estaba en mi hombro. Pegado. Quieto.
Los otros jóvenes me miraron.
Y rieron.
—¡Miren eso! —dijo uno—. ¡Es más pequeño que una piedra de rana!
Me ardieron las orejas.
Pero el slime… vibró.
No tenía voz. Pero sentí algo.
No burla.
No pena.
Algo como... querer estar conmigo.
No lo quité.
No lo rechacé.
—Si tú me elegiste… entonces yo también te elijo —le dije.
El jefe me miró. Asintió.
Y el ritual terminó.

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