Estábamos moliendo hojas dentro de la choza. Yo y Barl, un goblin callado, con dedos gruesos como raíces viejas. No hablábamos. El sonido de la piedra aplastando raíz era lo único que llenaba el aire.
Pero esa mañana... el aire no estaba bien.
Olía a silencio.
Y el viento no se movía.
Mi slime en la nuca se apretaba. Pegajoso. Inquieto. Vibraba tanto que mis hombros cosquilleaban.
Barl me miró solo una vez. Luego siguió. Tranquilo. Como los adultos.
Como si nada pudiera romperlos.
Entonces... los gritos.
Altos. Agudos. De los niños.
Solté la piedra y corrí.
Afuera, el mundo ya no era nuestro.
El cielo tenía una herida negra. Una grieta suspendida sobre los árboles, abierta como si alguien hubiese rasgado el cielo con uñas invisibles.
De ahí caían cosas. Ruidosas.
Extrañas.
Las chozas ardían. Algunas ya estaban hechas carbón.
Y en el suelo…
rodaban cabezas.
De goblins… De los nuestros…
Los adultos no reaccionaban.
Solo los miraban. En paz. En silencio.
Esa era su forma.
Pero los niños…
gritaban.
Y eso me sacó del cuerpo. Me hizo entender que algo horrible estaba pasando.
Pensé en correr.
Escapar.
Pero entonces los vi.
Mis pequeños.
Los pequeños que yo cuidaba.
Que me seguían. Que me daban piedras bonitas y me traían flores feas pero con cariño.
Estaban allí. Temblando. Dos de ellos. Y con un bebé en brazos.
No pensé.
Corrí hacia ellos.
—¡Vengan! ¡Ahora! ¡Síganme!
No dudaron.
Los llevé a la choza vieja. La que usábamos para guardar ramas y piedras que nos gustaban.
Entramos. Las paredes ya temblaban por fuera.
Rápido. Tenía que ser rápido.
Fui al hueco en la tierra. Donde guardábamos las cosas brillantes.
Tiré todo con las manos. Piedras, conchas, flores secas. Todo.
Mis dedos se desgarraban, mis uñas se partían.
El corazón me golpeaba como nunca. Jamás.
Ni en el ritual. Ni en los juegos. Nunca así.
Y golpeaba.
Golpeaba.
Golpeaba.
Como si tuviera otro goblin dentro de mí, rompiendo para salir.
Mi slime temblaba como nunca. Todo él. Estaba desesperado. Sentía lo mismo que yo.
Metí al bebé. Luego a los otros dos.
—Jugamos —les dije, la voz rota—. Se esconden. No salen hasta que yo diga. ¿Sí?
Me miraron, asustados.
—Ganan si no hacen ruido —dije. Más bajo.
Los cubrí con cestas secas.
Me escondí detrás del jarrón.
Y entonces…
pasó.
Algo me bajó por la cara.
No era sudor.
No era agua.
Era eso que solo los pequeños hacen cuando caen o les duele mucho.
Eso que yo no hacía desde que el corazón se me volvió más... tranquilo.
Pero ahora estaba allí.
Ese líquido.
Saliendo sin permiso. Nublandome la vista.
Mi corazón ya no aguantaba más.
Y entonces...
Entró.
La criatura.
Era más baja que un orco, pero más alta que yo.
Tenía piel clara, casi como leche seca.
Solo tenía pelo arriba de la cabeza, amarillo como las hierbas viejas del verano.
Sus orejas eran diminutas, redondas. Nada como las nuestras.
Su cuerpo estaba cubierto de cosas duras.
Una especie de piedra brillante en el pecho.
Piernas forradas con piel gruesa.
Botas negras que hacían eco con cada paso.
Y en la mano… una garra larga. Brillante.
No de hueso. No de piedra. Algo... que no conocía.
Habló.
—“One more here. Check behind.”
No entendía nada.
Pero su voz me rasgó por dentro.
El slime temblaba sin sonido.
La criatura tumbó cosas. Ollas. Vasijas.
Hasta que los encontró. A los niños.
Los miró.
Y sonrió.
No era una sonrisa.
Era... algo torcido. Frío. Como los lobos cuando encuentran presa.
Mi cuerpo se movió solo. Agarré lo primero que encontré.
Agarré una de las varas de intercambio.
Una con punta de hueso.
Me lancé.
Y empujé.
La lanza entró en su pecho.
Un sonido húmedo y blando. Como fruta podrida explotando.
El ser dio un paso y cayó de rodillas.
Me miró.
Y cayó.
Yo... también caí.
Pero no por alguna herida sino por el corazón.
Porque ya no podía más.
Mi pecho dolía como nunca.
Mi vista se volvió borrosa.
No podía respirar.
Todo se volvió ruido y fuego.
Mi slime se arrastró hasta mi cara.
Lo vi temblar.
Y justo antes de que mis ojos se cerraran…
Me tocó.
Sentí su calor.
No físico.
Uno profundo.
Como si me dijera:
"Aquí estoy."
Y así… me rendí.

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