El mundo estaba oscuro.
No como la noche.
Oscuro por dentro.
Mi cuerpo dolía.
El aire entraba forzado. Como si se negara a estar en mí.
Abrí los ojos.
La choza estaba medio caída. La madera crujía.
Y allí, frente a mí, el monstruo… seguía.
Tendido.
Inmóvil.
Con líquido rojo por todo el suelo.
Salía de su pecho, de la boca, de la punta de la lanza rota que aún estaba allí.
El olor era fuerte.
No como fruta podrida. No como carne vieja.
Algo nuevo.
Algo feo.
Me toqué el pecho.
Mi corazón aún golpeaba.
Más lento. Más hondo.
Fue entonces que me percaté.
El slime ya no estaba.
No lo vi por ningún lado.
—¿Slime...? —susurré.
Nada.
Pero mi pecho… vibraba.
Una vibración suave, familiar.
Desde dentro.
Él estaba allí.
No entendía cómo.
No entendía nada.
Pero no había tiempo.
Las criaturas seguían gritando afuera.
Los pasos se oían más cerca.
Me arrastré hasta el hueco.
Las cestas ya no estaban.
Solo el espacio abierto, como una boca de tierra.
Los tres pequeños seguían allí.
Tiesos.
Vivos.
El más pequeño no se movía. Dormía.
Los otros tenían los ojos rojos. Estaban a punto de hacer eso…
eso que hacen los más pequeños cuando ya no pueden más.
Me acerqué.
Los abracé.
—Shhh… estamos bien. Estoy aquí —dije bajito, como si hablar muy alto los rompiera—. No hagan ruido. Ya casi salimos. Confíen en mí.
Uno de ellos asintió. El otro se acurrucó contra mí.
Apreté al más pequeño contra mi pecho, usando un trozo de tela de la choza.
Firme. Como si lo pegara a mí con el corazón.
—Vamos —susurré.
Nos acercamos a la parte rota de la choza.
Una tela colgaba como cortina.
Me agaché. Los otros dos también.
Nos deslizamos por debajo.
Afuera, el fuego seguía vivo.
Las hojas caídas ardían.
Y el humo tapaba parte del cielo.
Nos movimos agachados.
En silencio.
Entre los arbustos.
Las criaturas seguían gritando.
—“Move in teams! Scan the huts!”
—“Something killed one of ours!”
—“Be careful!”
No entendía lo que decían.
Pero sentía la furia en sus voces.
Uno de los niños tropezó.
Otro jadeaba. Ya no podían más.
Se iban a quebrar.
Me detuve.
Los abracé de nuevo.
—Ya casi… vamos a estar bien. Pero tienen que confiar en mí. No hagan ruido. Yo los tengo —susurré.
Sus ojos se apagaron un poco. No el miedo, pero sí el temblor.
Me puse de pie.
Y tomé a los otros dos y los alcé.
Uno en cada brazo.
No sabía de dónde salía la fuerza.
Tal vez del miedo.
Tal vez del dolor.
Tal vez... del amor.
Corrí.
No sabía hacia dónde.
Solo corría.
Las ramas me golpeaban. Las espinas me rasgaban.
Pero no paré.
Corrí hasta que mi cuerpo gritó.
Y aún así… seguí.
Entonces lo recordé.
La cueva.
La de los cuentos.
Un lugar que no era parte de la tribu
Un lugar seguro.
Y hacia allá fui.
Con los tres.
Hacia la piedra que guarda.
Hacia la oscuridad que no mata.
Hacia el silencio que abraza.

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