Corrí hasta que ya no podía respirar.
Hasta que mis pies ya no eran pies, sino piedras que se arrastraban.
Hasta que el corazón dejó de doler solo de miedo… y comenzó a doler de cansancio.
Entonces, la vi.
La cortina de plantas.
Largas, verdes, enredadas como cabello mojado.
Allí, detrás, estaba la cueva de los cuentos.
Antes veníamos de noche, cuando las lunas brillaban.
Contábamos historias.
Los pequeños se reían.
Ahora no había lunas.
Y las risas... estaban rotas.
Me acerqué.
Empujé las plantas con la cabeza.
—Shhh... —les dije a los niños.
Entramos uno a uno.
El más pequeño seguía dormido contra mi pecho.
Los otros caminaban como si sus pies se hubieran vuelto barro.
Dentro, la cueva era igual.
Fría. Húmeda.
Con olor a musgo.
Pero también... era segura.
Nadie la veía desde afuera.
Ni siquiera si sabían que existía.
Los bajé con cuidado.
Uno de ellos, el de orejas grandes, me jaló el brazo.
—¿Goom... qué era eso?
Su voz era bajita. Rota.
El otro preguntó también:
—¿Qué querían?
No supe qué decir.
Sentía que las palabras se habían roto dentro de mí.
Aún me temblaban las manos.
Aún sentía que las criaturas podían venir corriendo y… y... ¿y qué?
No lo sabía.
Eran más grandes que nosotros. Más fuertes.
Y… mataban.
Tragué saliva.
—No lo sé —dije por fin—. Pero ya no están aquí. Y ahora estamos juntos. Vamos a quedarnos aquí esta noche, ¿sí?
Los pequeños asintieron.
Busqué en la oscuridad.
Al fondo, cerca de la piedra curva, estaba el hueco de los tesoros.
Lo habíamos cavado con los otros niños tiempo atrás.
Saqué algunas mantitas secas.
Telas suaves, pedacitos de corteza para jugar.
Todo cubierto de polvo y recuerdos.
—Tomen esto —les dije—. Para el frío.
No encendí fogata.
No quise.
Tenía miedo de que la luz llamara a algo.
Nos acurrucamos juntos.
El más pequeño seguía dormido.
Los otros dos, uno a cada lado, se taparon con las mantas.
Sus ojos no se cerraban al principio.
Pero poco a poco…
el temblor bajó.
La respiración se hizo lenta.
Y durmieron.
Yo no.
No podía.
El aire estaba tan callado que parecía muerto.
Afuera, las criaturas podían seguir.
Podían estar cerca.
Podían buscarnos.
El slime no vibraba.
Estaba... quieto.
Pero lo sentía.
Dentro.
Cerca del corazón.
—¿Qué fue todo eso...? —susurré, sin esperar respuesta.
Me quedé sentado.
La espalda contra la roca.
Los brazos cruzados.
La vista fija en la oscuridad.
Escuchando.
Esperando.
Velando.
Por ellos.
Por mí.
Por lo que vendría después.

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