—Goom…
Una voz suave. Un tirón en el brazo.
—Goom, despierta…
Abrí los ojos.
La oscuridad no era completa. Entraba algo de luz desde la entrada, tamizada por las plantas colgantes.
No recordaba haber dormido.
La última vez que parpadeé, estaba esperando que la claridad llegara.
Pero me había vencido el cuerpo.
Los niños estaban despiertos.
Vivos.
El más pequeño… hacía ese sonido.
Ese que no era grito, ni palabra. Solo un ruido suave, quebrado.
El sonido de los que no pueden hablar…
Los otros dos estaban quietos, pero los ojos los delataban.
Y sus estómagos... rugían.
Hambre.
Y entonces volvió el miedo.
—¿Y si aún están ahí afuera…?
¿Y si me ven?
¿Y si me siguen hasta aquí...?
Pero el bebé seguía haciendo ese sonido.
Y los otros dos lo miraban como si él gritara lo que ellos no podían decir.
Tenía que hacer algo.
Me acerqué y tomé las manos de los dos mayorcitos.
—Voy a salir —les dije en voz baja—. A buscar comida. Pero prométanme algo: no salgan. Cuiden al pequeño. No hagan ruido. ¿Sí?
Los dos asintieron.
Uno me abrazó.
Lo acepté. Lo necesité.
Me deslicé por la cortina de plantas.
Afuera… todo igual de callado.
Pero ahora el silencio no era amigo.
Era largo. Tenso.
Me moví bajo los arbustos, escuchando todo.
Cada crujido. Cada soplido del viento.
Me detuve muchas veces.
Pero mis sentidos… eran agudos.
Sabía dónde buscar.
Frutas pequeñas.
Brotes.
Ramas comestibles.
Semillas escondidas.
No encontré hojas tiernas.
Pero tomé algunas piedras lisas. De esas que sirven para moler.
Cuando volví a la cueva, los tres me esperaban como si hubiera cruzado montañas.
Les sonreí, aunque por dentro solo quería silencio.
—No hay hojas tiernas —dije—. Pero haré algo para el bebé.
Machuqué las frutas y semillas con las piedras.
Las volví papilla.
Alimenté al pequeño con los dedos.
Comió lento. Pequeñas bocanadas.
Los otros masticaban lento. Como si saborearan más la tranquilidad que el sabor.
Después… preguntaron.
—¿Ya podemos volver a la tribu?
—¿Se fueron…? ¿Los monstruos…?
Me quedé en silencio.
No lo sabía.
No sabía nada.
Pero tenía que decir algo.
—No lo sé —respondí—. Aún no es seguro. Pasaremos aquí la noche. Y… si después de la próxima luna nadie viene… saldré a ver.
Asintieron, aunque sus ojos aún dudaban.
Mi mente no se callaba.
¿Y si alguien está herido?
¿Y si aún queda un goblin atrapado?
¿Y si salgo… y no regreso?
¿Y si me ven?
¿Y si no hay nadie más...?
Los pensamientos iban y venían como el río cuando se desborda.
Y en medio de eso...
seguí.
Jugué con ellos.
Buscamos piedras con formas raras.
Les conté cuentos, algunos reales, otros inventados.
Cosas que el Jefe diría… si aún estuviera.
Mientras ellos reían, distraídos, yo pensaba.
Pensaba tanto… que no me daba cuenta de cuánto había empezado a pensar.
Nunca antes en mi vida había sentido tantas cosas.
Ni pensado tan profundamente.
Pero no sabía por qué.
Solo sabía que debía seguir.
Por ellos.

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