Todo ardía.
Los niños gritaban.
El más pequeño ya no se movía.
Y yo… yo no podía levantarme.
Una de las criaturas me tenía contra el suelo.
Su mano apretaba mi cuello.
Sus ojos... vacíos.
Intenté gritar.
Pero no salió nada.
—¡NO! —jadeé.
Abrí los ojos de golpe.
La cueva.
Estaba en la cueva.
Sentado. Sudando.
Respirando rápido.
Temblando.
Fue un sueño.
Los niños dormían.
El más pequeño hacía ese sonido otra vez.
Lo tomé con cuidado, lo apreté contra mí y le di la papilla que había guardado en la corteza.
Mientras comía una fruta seca, miré hacia la entrada.
Aún no amanecía del todo.
Ya casi…
Pero aún no.
Nadie había venido.
No un goblin.
No un anciano.
Nadie.
La tribu…
¿seguía allí?
¿Alguien más vivía?
Cuando los pequeños se despertaron, no preguntaron mucho.
Solo comieron en silencio.
Les dejé frutas.
—Voy a ir a ver —dije, en voz baja—. A la tribu. Volveré antes de que oscurezca.
Prometan que no saldrán.
Que cuidarán al pequeño.
Que esperarán.
Asintieron.
Sus ojos se llenaron de miedo.
Pero confiaban.
Me agaché.
Salí de la cueva en silencio.
El corazón me golpeaba con fuerza.
Sentía la piel fría.
Cada paso era un pensamiento:
“¿Y si siguen ahí?”
“¿Y si me ven?”
“¿Y si no vuelvo?”
Pero recordé algo.
No estaba solo.
Slime estaba en mi pecho.
Dentro.
Conmigo.
Avancé con cuidado.
Esperaba.
Escuchaba.
Y seguía.
Las ramas parecían más gruesas.
Las sombras, más largas.
Y entonces…
La tribu.
O lo que quedaba.
Ceniza.
Madera partida.
Chozas hechas polvo.
Cuerpos.
Muchos.
Algunos sin rostro.
Otros sin nombre.
No podía acercarme.
No había dónde esconderse.
Solo el aire quemado y el olor…
a muerte.
Volví a sentir eso.
Eso de los pequeños.
Ese líquido caliente bajando por la cara.
Quería acercarme.
Quería enterrar.
Quería... hacer algo.
Pero no podía.
¿Y si aún había monstruos?
¿Y si me veían?
La cosa negra entre los árboles…
ya no estaba.
Pero el miedo… seguía.
Me deslicé por el borde.
Fui a la choza donde me escondí con los niños.
Allí seguía.
El monstruo.
Me deslicé por el borde.
Fui a la choza donde me escondí con los niños.
Allí seguía.
El monstruo.
Tendido.
Blanco.
Vacío.
Me acerqué con cuidado.
Con cada paso, el cuerpo parecía menos imponente.
Ya no se movía.
Ya no brillaba.
Solo estaba allí.
Cubierto.
Completamente cubierto.
Su cuerpo tenía capas.
Una encima de otra.
Primero una piedra brillante en el pecho.
Después, una tela gruesa en los brazos.
Otra en las piernas.
Las botas duras como madera.
Las manos tapadas con tela.
No se veía nada de él más que su cabeza.
Tiré de la tela con las uñas.
Se rasgó.
No era su piel.
Era… algo puesto encima.
No lo entendía.
¿Tenía frío?
¿Vergüenza?
¿Por qué esconderse así?
Con cada capa que quitaba, el cuerpo verdadero quedaba al descubierto.
Y entonces vi su carne.
Blanca.
Suave.
Extrañamente lisa.
Me acerqué más.
Apreté con una de mis garras.
La piel se hundió.
Fácil.
Demasiado fácil.
Como si no estuviera hecho para resistir.
Tan blando… que apenas con rozarlo… dejaba marca.
Me quedé quieto.
Sorprendido.
No era fuerte.
Solo parecía fuerte.
Lo miré.
Con sus ojos cerrados.
Sus orejas pequeñas.
Su cabello solo arriba de la cabeza.
Una criatura que jugaba a ser dura.
Pero por dentro… era débil.
Me levanté.
Tomé su garra larga.
Su filo parecía bueno.
Tal vez me serviría.
Arranqué también parte del cuero de sus pantalones.
Esa tela era gruesa, resistente.
Podría cubrir la entrada de la cueva.
Podría abrigar a los pequeños.
Y entonces me fui.
Con pasos lentos.
Sin mirar atrás.
Volver a la cueva fue como volver al corazón.
Apenas aparté las plantas de la entrada, los niños corrieron hacia mí.
Uno se lanzó a mis brazos.
El otro cayó sentado, como si sus piernas ya no pudieran más.
El más pequeño… dormía, pero su manita buscaba la mía.
Les di lo que traje.
Frutas.
Semillas.
Corteza dulce.
Telas suaves.
La garra brillante, la escondí.
Los niños se entristecieron cuando no dije nada sobre la tribu.
Pero no preguntaron.
Solo me abrazaron.
Algo en ellos ya lo sabían.
Yo también.
Preparé el rincón del fondo.
La cueva se achicaba en su parte más profunda, como un embudo de piedra.
Allí, colgué las telas.
El cuero del monstruo.
Hice un muro para que la luz no saliera.
Y encendí una pequeña chispa.
La fogata más tímida que podía hacerse.
No hacía humo.
Pero iluminaba lo justo.
Lo suficiente para que los niños no tuvieran miedo.
Y para que yo…
me permitiera respirar, una luna mas.

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