La lluvia seguía.
Fina.
Constante.
Como si el cielo no supiera cómo detenerse.

Me senté en la entrada, cubierto con tela.
El cuero colgado apenas dejaba ver.
El fuego pequeño ardía, apenas.
Suficiente para no tener miedo.

Entonces los escuché.

Pasos.

Lentos.
Pesados.

Me quedé quieto.

No me moví.
No respiré profundo.

Solo estiré el brazo hacia la piedra y apagué el fuego.

Oscuridad total.
Corazón temblando.
El slime... alerta.

No desperté a los niños.
Dormían profundo.
Los dejé en su mundo, sin miedo.

Los pasos… se acercaban.

Muy cerca.

Sus voces eran bajas.
Sus palabras, extrañas.

—“...delta... clear…”
—“...check perimeter…”

No entendía.
Pero el tono...
el tono sí.

Era vigilancia.
Era búsqueda.

Pasaron junto a la entrada.

Tan cerca.
Tan cerca...

Mi cuerpo temblaba.
No por frío.
Por saber que la cueva… ya no era invisible.

Se alejaron.
Se fueron.

Pero la calma no regresó.

Pasé el resto de la noche despierto.
Apenas pestañeando.
Escuchando cada gota de lluvia.

¿Y si volvían?
¿Y si encontraban la entrada?
¿Y si los niños gritaban?
¿Y si...?

Cuando el cielo empezó a aclararse, vi una luz cruzar entre los árboles.
Lejana.
Desapareció rápido.

Salí.
Busqué frutas.
Rápido.
Con pasos medidos.

Volví.

Los niños despertaban.
Sus ojos hinchados.
Pero vivos.

Me agaché frente a ellos.

—Hoy empezaremos a buscar un nuevo lugar —dije.

Ninguno respondió.
Solo me escucharon.

—Ya no podemos quedarnos.
Esto fue nuestro hogar.
Pero ya no es seguro.

El mayor me miró fijo.
Sus ojos más viejos de lo que deberían.

Lo llevé a un rincón, lejos del bebé.

—Si no vuelvo antes que oscurezca… come con ellos. No salgas antes. ¿Sí?

—Sí —dijo.

—Solo si no regreso.

—Lo sé.

—Te encargo protegerlos.

Él asintió.
Firme.
Valiente.

Y salí.

Pasaron los días.

Una luna.
Luego otra.

Recorría más.
Más lejos.
Más escondido.

A veces me arrastraba.
A veces corría.

Mi nariz sabía dónde estaban las cuevas, las aguas buenas, los sonidos del peligro.

Mi corazón, cada vez más fuerte.
Más decidido.

Buscaba un lugar para nosotros.
Uno que no huela a muerte.
Ni a fuego.
Ni a pasos extraños.

Y lo encontré.

Un valle.
Rodeado de piedras grandes.
Con entrada angosta y una cueva natural.
Agua limpia.
Frutas.
Silencio.

Ese día, también llovía.

Volví.
Empapado.
Con el barro hasta el pecho.
Olía a bosque, a sudor, a esfuerzo.

Cuando aparté las plantas, los niños corrieron.

—¡GOOM!

Uno me abrazó tan fuerte que casi caigo.
El otro… lloraba.

Habían pasado dos lunas.
Dos enteras.
Esperándome.

—Lo encontré —dije, sonriendo—. Está lejos. Pero está bien. Muy bien.
Mañana nos vamos.

Los niños se miraron.
No preguntaron.
Pero algo brilló en sus ojos.

Llamé al mayor aparte.

—¿Escuchaste algo…? —le pregunté.

Tembló un poco.
Asintió.

—Pasaron cerca. Hablaban raro. Pero no entraron. No nos vieron.

Le puse una mano en el hombro.

—Fuiste valiente.
Muy valiente.

—¿Volverán?

—Tal vez no.
Tal vez ya no nos vean nunca más.

Miró hacia los otros dos.

—Entonces… mañana, ¿será un nuevo hogar?

—Sí —respondí—. Uno sin monstruos.
Uno solo para nosotros.

Y esa noche…
la lluvia cayó de nuevo.

Pero no nos encontró dormidos por miedo.
Sino con la esperanza…
de un nuevo comienzo.