Mi primer viaje a la aldea de los goblins cuchillo fue extraño.
El trueque fue tenso.
El aprendizaje, lento.
Pero fue un comienzo.
Volvía cada treinta lunas.
No más. No menos.
No me esperaban con sonrisas.
Pero tampoco me echaban.
Yo, observaba.
Imitaba.
Preguntaba un poco.
Y aprendía mirando.
Aprendí a moverme en silencio.
A esconderme bajo la maleza.
A afilar una rama.
A sentir el peligro por el olor del viento.
Volví al hogar con los pequeños.
Les enseñaba juegos que eran protección.
Caminar sin romper hojas.
Reconocer huellas.
Agacharse al oír pasos.
Construir escondites entre raíces y piedras.
Jugaban.
Aprendían.
Se hacían fuertes.
Las lunas pasaban.
Los cuerpos se estiraban.
Las voces cambiaban.
La cueva se volvió más grande sin crecer.
Porque nosotros… crecíamos.
Los cultivos eran mejores.
La rutina era calma.
Y yo seguía viajando.
No solo a los goblins cuchillo.
También a otras tribus. Otras razas.
Cada conexión era fruto de decisiones.
De la búsqueda.
De la voluntad de entender.
No me buscaron.
Yo los busqué.
Aprendí a escuchar sin conocer palabras.
A intercambiar sin tener lengua común.
A mirar cómo luchaban, cómo se curaban, cómo contaban historias.
Y cuando regresaba, contaba lo aprendido.
Sembraba el saber como antes sembraba raíces.
Los pequeños ya no eran tan pequeños.
No cazaban.
Pero sabían defenderse.
Sabían esconderse.
Sabían resistir.
La tribu no era una aldea.
Era una promesa compartida.
Y luego de una luna extraña, redonda, pesada…
volviendo solo.
Cansado, pero tranquilo.
Eso fue hasta que lo sentí.
Esa presión en el pecho.
El temblor en mi slime.
Pare en seco.
El viento trajo un sonido.
Leve.
Irregular.
Pasos.
Rama rota.
Y luego… agua cayendo.
Me oculté rápido.
Bajo los helechos.
Y entonces lo vi.
Una criatura.
Grande.
Con piel pálida y partes cubiertas de metal.
El cabello solo en la parte de arriba de la cabeza.
La espalda curva.
Orinaba junto a un árbol.
Desprevenido.
Solo.
Real.
No como las bestias.
No como los goblins.
No como los duendes.
Una de esas criaturas.
Apreté los dientes.
Mis dedos tensaron la tela del arma que llevaba conmigo.
Ya no era un niño.
No estaba desarmado.
Pero el corazón…
igual me tembló.

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