Al llegar a mi casa y subir a mi habitación jadeando por haber subido tan apresuradamente las escaleras, me dejé caer en la cama, sintiendo el peso de mí mismo sobre ella. Extendí la mano para agarrar mi teléfono, lo desbloqueé y abrí WhatsApp. La app que menos uso, pero igual, la más útil cuando quiero comunicarme. Y marqué a Jonathan.
Jonathan es mi amigo de la infancia, mi único amigo de la infancia, para ser más claros. Es un orco, verde, al que le gusta mucho el ciclismo, y por eso tiene las piernas tan fuertes como el acero. Nos conocimos en segundo de primaria, cuando yo solo tenía 7 años. Él tenía 8 y era, literal, sin exagerar, el amigo de todo el mundo. Ese típico chico que habla con todos. Mientras que yo era —y sigo siendo— el callado de pocas palabras que se la pasa en su nube de Legos y otras cosas.
—¡Leo!
—¿Sí, profe?
—Tienes que socializar más. Vamos, ¿por qué no hablas con Jonathan?
—¿Jonathan? —le respondí, girando la cabeza hacia la otra mesa del salón. Ahí estaba Jonathan, con un grupo de chicos más—. No, gracias.
—¿Por qué, Leo?
—No quiero…
—Mmmh… ¡Jonathan! Ven acá.
«Rayos, no quiero hablar con él. Me da miedo.»
—¿Sí, maestra?
—Mira, habla con Leo. Es algo tímido, pero muy bueno.
—Está bien.
En cuanto respondió, la maestra se fue a revisar quiénes se estaban peleando. Nos quedamos mudos unos segundos, ninguno quiso abrir la boca por nada del mundo. Él se estaba acomodando como para levantarse y retirarse. Pero terminó haciendo todo lo contrario.
—Oye, Leo, ¿qué escribes?
—¿Yo?
—Sí, ¿quién más se llama Leo?
Bueno, había un Leonardo en el curso, así que pudo ser él.
—Una carta.
—¿Para quién?
—Para mi papá.
—¿Y tienes papá?
—Sí, solamente que nunca está.
—¿Por qué?
—Porque mi mamá no lo quiere.
—… ¿Puedo saber qué dice?
—¡No! —le exclamé, poniendo mis brazos sobre ella.
Él da un salto en su asiento y sus ojos se abren de asombro por mi respuesta instantánea. Parecía que ya no quería seguir hablando, que había estropeado todo. Pero veo cómo Jonathan me mira, y yo lo miro a él, y me dice:
—Está bien. No la voy a leer.
—¿Y no me la vas a quitar? —respondí, confundido por su respuesta tan tranquila hacia mí.
—No. ¿Por qué haría eso?
—Es que… —bajo la mirada, mi melena me cubre un poco, y empiezo a apuntar a un lado.
Jonathan mira hacia donde estoy apuntando y ve a Sasha y su grupo de amigos. Un grupo que, desde que entré a este colegio el año pasado, solo me ha hecho una cosa: molestarme.
—¿El grupo de Sasha? ¿Ellos siempre molestan, cierto?
Asiento con la cabeza, moviéndola levemente de arriba a abajo.
—Ya veo… un grupo de ridículos. Pero no te preocupes —veo cómo Jonathan se para y se pone a mi lado, recuesta su brazo en mi hombro y con la otra me envuelve el cuello, abrazándome y apoyando su cabeza en mi joven y pequeña melena—. Yo te ayudaré y te defenderé de ellos, ¿ok? Seamos amigos.
Leo es un león de 17 años en su último año de cecundaria, con una vida muy simple y para nada preocupante. Pero una tarde, en una consulta psicológica, descubre que padece del trastorno del espectro autista, lo que lo hace cuestionar desde el minuto uno que nació, y cambiará su manera de ver el mundo para siempre.
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