Entonces él aparece.
La agarra por el hombro y la gira con brusquedad. Parece a punto de decir algo, pero se detiene en seco al verme. En lugar de soltarla, con una expresión crispada, tira de ella hacia el interior y estira el brazo para cerrar la puerta.
Reacciono antes de que la cierre del todo. Empujo la puerta y me cuelo dentro.
—Será mejor que te vayas —digo, mirándolo fijamente.
Intento mantener la calma mientras me acerco a ella.
Él me mira, desconcertado. Sus ojos arden con una frustración arrastrada.
—¿Quién coño te crees que eres para entrometerte? —escupe, la voz rasposa, cargada de veneno.
No contesto. Miro a la médica. No parece herida, pero su cuerpo está rígido. Le lanzo una mirada silenciosa, una pregunta muda. Ella asiente apenas, sus ojos no lo pierden de vista.
Y entonces, lo noto. Algo en él se quiebra.
Mi atención regresa justo a tiempo para ver cómo su mano pasa sobre un carro cercano, hasta que sus dedos se cierran alrededor de unas tijeras.
La hoja brilla bajo la luz fría de la sala.
—Esto es entre ella y yo —dice, levantando el arma improvisada como si le costara sostenerla.
—¡Ho-sik, ya basta! —Su voz corta el aire entre los tres—. Estás llevando esto demasiado lejos.
Pero él no reacciona. Me mira solo a mí.
—No voy a dejar que nadie se interponga —murmura, más para sí mismo que para nosotros.
Avanza.
Noto como su mano tiembla sosteniendo las tijeras. Hace una mueca tensa y las sujeta con más fuerza. Su piel está pálida, con un leve rastro de sudor en la frente, y sus ojos inquietos.
Pero sigue adelante.
Hay algo en sus gestos que no encaja, como si una parte de él supiera que ha cruzado un límite, pero ya no pudiera volver atrás.
Lo sé. No va a detenerse.
Siento el pulso golpeando en mis manos.
Se lanza sin aviso. Un estallido torpe, directo hacia mí.
Intento atrapar su muñeca. El filo de las tijeras me alcanza. El dolor atraviesa mi mano, pero lo retengo. Sujeto su brazo con fuerza y lo empujo contra la pared.
Mientras forcejeamos, escucho pasos apresurados a mi espalda.
—¡Seguridad! —grita la médica desde la puerta.
Él reacciona. Trata de zafarse al verse acorralado, más desesperado. Noto cómo intenta acercar de nuevo el arma.
Estampo su muñeca contra la pared y las tijeras caen al suelo. No lo suelto. Las localizo de reojo y las pateo lejos, fuera de su alcance.
Pero aprovecha el momento. Se lanza contra mí con un gruñido ahogado, empujándome con todo su peso. Mi espalda choca contra una camilla que se desplaza con un chirrido.
Cuando recupero el equilibrio, está en la puerta.
Demasiado cerca de ella.
—No voy a rendirme, Seol —le dice en voz baja, intensa—. Esto no ha terminado.

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