Después de cenar, mi mamá subió a su habitación para seguir trabajando con más comodidad, mientras que yo decidí quedarme en el primer piso, acostado en el sofá como un cadáver viendo el celular.
Comencé a ver Tumblr, como buen inadaptado que soy, por no usar Instagram o Twitter como dice Jonathan a veces. Aunque, en realidad, sí tengo esas apps en mi celular, solo que no las uso con tanta frecuencia como Tumblr. Instagram no me parece gran cosa, no hay nada interesante, y Twitter solo lo uso para ver noticias, pero dejé de entrar regularmente porque ahí hay de todo, y la verdad, todo es muy raro.
Mis dos cuentas ahí son privadas.
Pero mi Tumblr es público, ya que sé que nadie de mi colegio conoce esa app tan icónica.
Ahí tengo un blog donde publico de todo: fotos, gifs, videos, historias… pero lo que más me gusta hacer es escribir.
Escribir poemas, pensamientos, diarios… todo, pero especialmente cosas que siento. E increíblemente, hay gente a la que parece interesarle mi vida.
Gente que dudo conocer, ya que, en internet, todos somos extraños.
Estuve navegando un rato viendo qué hacer y ver, escribí un comentario irónico acerca de lo que me había sucedido.
Y en cuanto lo hice, ya eran las 11 de la noche y mañana tenía clases a las 7:30.
Me levanté de mi "tumba" y busqué un vaso de agua para irme a dormir.
Subí los escalones de mi casa hasta llegar al segundo piso y me dirigí a la puerta rasguñada por mis garras.
Al entrar, me cambié de ropa, me puse algo cómodo para dormir, cerré la ventana, apagué las luces y me eché a la cama.
Cerré los ojos y traté de no pensar en nada preocupante para dormir lo más rápido posible.
El colchón se hundió con mi peso como si fuera una esponja gigante.
Mi mente se puso en modo "no molestar" y lo único que podía sentir era mi respiración. Era momento de descansar.
Aunque...
Como si fuera una vieja casetera de los años 80, comienzo a recapitular todo lo que hice en el día: lo que dije, lo que no dije, lo que me hubiese gustado borrar o simplemente que no hubiese pasado…
Cierro aún más los ojos hasta que veo manchas de colores, como si eso fuese suficiente para desconectarme del mundo que me rodea, pero no es suficiente.
Y es ahí cuando me doy cuenta de lo deroñante de todo esto: lo que más se repetía en mi mente y me tenía más que agonizando en mi cama.
Trastorno del Espectro Autista.
Con solo pensar en la palabra trastorno, ya se me ponía la piel de punta por el peso de esa misma palabra.
—¿Y será que… siempre fui un trastornado? —me pregunté a mí mismo, quitando la sábana de mi pecho.
Pero al hacerlo, una ráfaga de viento me azotó.
Como un torbellino, me arropé de nuevo y pude sentir una irritación en mi piel, causada por la sábana, haciendo que parara al instante.
—¿Acaso esto significa ser autista?
Empecé a llorar, peor que una mujer divorciada con siete hijos.
No podía cargar con esto solo, pero mamá seguro ya estaba durmiendo, y no quería molestar a Jonathan ni hacerlo cargar con esto.
Me dolía el pecho y el alma más que nunca, pero lo que más me dolía era el hecho de que siempre porté con esto y nunca me di cuenta.
Como buen ignorante que soy.
Soy un imbécil por nunca haberme dado cuenta, ni siquiera cuando me dijeron que iría al psicólogo.
Me retumbé en el piso, con la sábana, como si eso fuese a sanar mi dolor, sintiendo el peso de la noche en mí.
Pero...
Escucho algo desde lejos.
Era el mar.
Desde que me mudé, siempre me gustó el mar.
No solo porque quedaba frente a mi casa, sino porque siempre me relajó y era lo único que tenía cuando aún no había conocido a Jonathan y cuando aún no tenía televisión por cable ni ningún tipo de servicios de entretenimiento.
Solo era yo y el mar, con sus olas chocando contra la costa.
Me paré del piso, tembloroso y con lágrimas aún en los ojos, parecía un bebé perdido.
Empecé a caminar hacia la ventana agachado, para no hacer ruido, tambaleándome de un lado a otro, sin capacidad de quedarme quieto.
Llegué a la ventana y la abrí.
Veo el mar y el reflejo de la luna en él; este se distorsionaba y sus figuras distorsionadas se reflejaban en mis ojos húmedos.
Inhalo y exhalo profundamente, sintiendo nudos en mi garganta que, con lentitud, se iban desamarrando.
Leo es un león de 17 años en su último año de cecundaria, con una vida muy simple y para nada preocupante. Pero una tarde, en una consulta psicológica, descubre que padece del trastorno del espectro autista, lo que lo hace cuestionar desde el minuto uno que nació, y cambiará su manera de ver el mundo para siempre.
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