Los hospitales tienen algo que nunca cambia, sin importar dónde estés. El murmullo de pasos que van y vienen, las conversaciones que se mezclan hasta convertirse en un ruido uniforme y ese olor químico tan particular que nunca he conseguido identificar.
Camino por el vestíbulo intentando no parecer demasiado perdido, hasta que localizo la recepción. Hay una mujer sentada tras el mostrador, revisando algo en su pantalla. Cuando nota que me acerco, me dedica una pequeña sonrisa. Un gesto simple, pero suficiente para invitarme a hablar.
—Hola. Acabo de mudarme a la ciudad y quería cambiar mi médico de cabecera. ¿Puedo hacerlo aquí?
Ella asiente con un gesto breve y profesional.
—En el punto de información te podrán ayudar —dice, y empieza a darme las indicaciones para llegar allí. Pasillo de la izquierda después del ascensor, giro a la derecha, junto a la sala de espera. A mitad de su explicación empieza a sonar el teléfono del escritorio, pero no se detiene, se apresura un poco antes de disculparse para contestar la llamada.
—Gracias —digo, aunque sé que ya no me está escuchando.
Camino siguiendo sus indicaciones, pero empiezo a dudar. Miro los carteles y los letreros de las puertas. Nada que diga “información”. Además, no hay nadie por aquí.
Mientras avanzo, veo movimiento al fondo del pasillo. Un hombre joven aparece girando la esquina con paso rápido. La posibilidad de preguntarle me alivia, pero algo en él me hace contenerme casi de inmediato.
Tal vez fue la forma en que volvió la cabeza, como si quisiera asegurarse de que nadie lo seguía. O la expresión apagada que parece contener algo, aunque no sabría decir qué.
Al darse cuenta de que no está solo en el pasillo, se paraliza apenas un instante. Me observa de arriba abajo, con discreción forzada. Luego aparta la mirada con la misma rapidez. Se detiene frente a una de las salas, mira el letrero sin leerlo del todo, llama y entra.
Yo sigo avanzando, pero mis ojos permanecen clavados en esa puerta.
Al pasar por delante, empieza a llegarme el sonido de una conversación.
—Sabes que no puedes estar aquí —es la voz de una mujer, su tono es firme—. Sal ahora mismo.
Me detengo.
—Seol-hwa, tienes que escucharme. Por favor —responde él. Su voz suena contenida—. Necesito que me escuches.
El tono baja, ya no distingo lo que dicen. Parece que se han calmado.
Doy un paso atrás. Debería irme…
—Suéltame —la voz me atraviesa—. Vete o llamaré a seguridad.
Me giro instintivamente. Intenta sonar firme, pero hay urgencia en sus palabras.
Me acerco a la puerta. Estoy a punto de tocar la manilla cuando se abre desde dentro.
Una médica se asoma al pasillo con decisión y la mirada tensa, fija en algún punto distante, como si ya supiera adónde tiene que ir.
Al poner un pie fuera, me ve.
Nuestros ojos se cruzan.
Entonces él aparece.

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