El pueblo de Arcelia no era grande, pero tenía el pulso vivo de aquellos lugares donde las historias viajaban más rápido que el viento. Sus calles eran de tierra apisonada, marcadas por las huellas de caballos y carretas, con edificios de adobe y madera que parecían resistir el paso del tiempo y la revolución.
En el corazón del pueblo estaba la plaza central, un espacio amplio con un quiosco de hierro forjado en el centro, donde los músicos tocaban en las festividades. Alrededor del quiosco, unos cuantos bancos de piedra servían de descanso para los ancianos que se reunían a murmurar sobre los últimos chismes. Un par de árboles de jacaranda ofrecían sombra y, en primavera, teñían el suelo de pétalos morados.
Desde la plaza se podían ver los edificios más importantes de Arcelia:
La Jefatura: Un edificio modesto de adobe con techo de teja, donde el alguacil Giovanni y sus oficiales mantenían el orden. La fachada tenía una vieja campana que se usaba para alertar emergencias y, justo al lado, un pequeño corral para los caballos de los rurales.
El consultorio del Doctor Salvador: Ubicado cruzando la plaza, en diagonal a la jefatura, hacia la izquierda. Era una casa de dos pisos, de muros encalados y una gran puerta de madera siempre entreabierta. En la planta baja estaba el consultorio médico, la parte superior era la vivienda del doctor y su hija, María.
La Cantina “El Jilguero”: Justo en la esquina de la plaza, con puertas de madera, vaivén y un letrero torcido. Era el lugar donde los hombres del pueblo se reunían para beber mezcal, jugar cartas y apostar en las peleas de gallos. El dueño, un hombre de bigote espeso llamado Don Nicasio, siempre tenía una historia que contar.
La Tienda de Abarrotes de Doña Remedios: Un local pequeño, pero surtido, donde se conseguían desde tortillas recién hechas hasta pólvora y herramientas. La dueña, una anciana con más arrugas que paciencia, controlaba los precios con mano de hierro y siempre parecía saber más de lo que decía.
La Iglesia de San Sebastián: A un costado de la plaza, con su fachada de cantera, su pequeña torre con campanas y un altar cubierto de veladoras. El cura, un hombre bonachón llamado Padre Esteban, hacía lo posible por mantener la paz en el pueblo, aunque a veces era más fácil negociar con los bandidos que con los propios feligreses.
Más allá de la plaza, las casas de los habitantes se desperdigaban entre el campo y los cerros, algunas con techos de palma y otras de teja roja. A las afueras, un río angosto y pedregoso servía como punto de reunión para las lavanderas y los niños que buscaban un respiro del calor.
Arcelia podía parecer un pueblo tranquilo, pero las sombras de la guerra y los bandidos acechaban siempre en los caminos polvorientos.
El sol abrasaba las calles polvorientas del pueblo cuando Giovanni, el alguacil del pueblo, se encontraba afuera de la jefatura, reparando una bisagra de la puerta. El calor del día hacía que su camisa se pegara a su espalda, pero su atención se desvió cuando escuchó el crepitar de una carreta acercándose a toda prisa.
María y Noé llegaron a toda velocidad al consultorio del médico, levantando una nube de polvo y hojas secas tras de sí. Giovanni se irguió, prestando especial atención a que una carreta desconocida estaba siendo tirada por la de María, junto a la presencia de un caballo negro detrás de ellos.
Noé bajó de un salto y, con evidente urgencia, cargó a un hombre herido entre sus brazos.
Sin perder tiempo, María bajó de la carreta casi cayendo mientras gritaba —¡Papá! ¡Papá! — empujo la puerta y entró con rapidez, seguida de Noé, quien cargaba al desconocido.
Giovanni frunció el ceño y dejó lo que estaba haciendo. No era común ver a María tan agitada, y mucho menos que llegarán con un extraño en ese estado. Sin perder tiempo, cruzó la calle trotando, con su revólver descansando en su cinturón, listo para cualquier problema.
—A ver, a ver ¿Qué está pasando? —preguntó, con su voz firme, pero sin perder la calma, mientras atravesaba entre los chismosos que se habían acercado al ver la llegada de María y Noé.
Noé, aun respirando con dificultad, se giró con el ceño fruncido.
—Hallamos a este sujeto serca del arroyo, estaba inconsciente.
Giovanni observó al hombre con atención, su expresión endureciéndose al notar la sangre seca en su camisa y las manchas en la manta que lo cubría, no era raro encontrar problemas en los caminos, pero, esto era diferente, este hombre parecía haber sido atacado brutalmente.
—¿Saben quién es? —preguntó mientras se inclinaba para examinar al hombre más de cerca.
—No, no tenía documentos ni nada que lo identificara. Pero está malherido, alguacil. — habló Noé poniéndose a su lado, tratando de justificar el traer a un completo desconocido al pueblo de Arcelia. — No podíamos simplemente dejarlo.
Giovanni suspiró y apartó su sombrero para rascarse la cabeza, no le gustaba tener desconocidos en el pueblo, especialmente cuando llegaban en condiciones sospechosas. Pero tampoco era alguien que ignorara a una persona en peligro.
—De acuerdo. Que el Dr. Salvador lo revise, asumo que la carreta y el caballo negro son del hombre. — Noé asintió —Bien, llévatelos al establo, les echaré un vistazo más tarde.
—Sí señor. — Noé salió del consultorio dispuesto a cumplir las órdenes.
—¡Los demás! — Dirigiéndose a los mirones de la entrada y los fisgones de las ventanas —Para sus casas, no hay nada que ver.
—María, tráiganlo aquí, por favor. — Pidió el Dr. Salvador, un hombre bastante mayor, para estar cargando a un desmayado.
—¿Dónde lo quiere Doc.? — Giovanni lo cargó entre sus brazos, y por más fuerte que fuera, no pudo evitar notar lo delgado que era el extraño bajo la manta.
— Por aquí. — Señaló el señor Salvador y Giovanni lo recostó en la cama de examen mientras María buscaba los utensilios de su padre.
Nil apenas dio señales de vida, con un leve gemido escapando de sus labios. Giovanni lo miró con cautela, sus ojos marrones estudiaban cada detalle del hombre: su cabello oscuro despeinado, su rostro pálido, y esa calma inquietante que parecía envolverlo, incluso estando inconsciente.
—¿Qué demonios te pasó, amigo? —murmuró Giovanni, cruzando los brazos.
María regresó con su padre, quien de inmediato comenzó a limpiar y revisar la herida de Nil. El médico frunció el ceño al notar la inflamación y las condiciones de la herida.
—Esto parece una herida de bala —aviso, mientras trabajaba con habilidad, aunque su velocidad dejaba mucho que desear.
Giovanni, que hasta entonces observaba con calma, tensó la mandíbula. Su postura se endureció y llevó instintivamente la mano a su cinturón, donde descansaba su revólver. No cualquiera terminaba con un balazo y menos en medio del camino.
—¿Quién eres para recibir un disparo? —susurró para sí, entrecerrando los ojos.
Su instinto le decía que aquel hombre no era un simple viajero, pero no podía señalar exactamente por qué. Sin embargo, lo que más lo desconcertó fue cuando, al inclinarse para apartar los cabellos del rostro del herido, Nil abrió los ojos por un breve momento.
Fueron apenas unos segundos, pero bastaron para que Giovanni se viera atrapado en esa mirada azul, profunda y penetrante, como si aquel forastero, aun en su estado debilitado, lo estuviera evaluando de pies a cabeza.
Nil no dijo una sola palabra; sus párpados volvieron a cerrarse con lentitud, pero el escalofrío que recorrió la espalda de Giovanni permaneció, hirviendo bajo su piel.
Algo, en lo más hondo de su instinto, le gritaba que ese hombre traía problemas... y que sería un error imperdonable apartarle la vista.
Su mano inconscientemente se aferró al cinturón, como buscando anclarse a la realidad.
—Sus ojos... —murmuró para sí, apenas un suspiro.
—¿Alguacil, todo bien? —preguntó María, al notar la tensión que endurecía el rostro de Giovanni.
—Sí... Todo bien —contestó él, aunque cada vello de su cuerpo seguía erizado, en clara señal de alerta.
En México, especialmente en un pueblito de Guerrero, los ojos de color eran una rareza extraordinaria. Una anomalía tan improbable como encontrar una rosa creciendo sola en medio del desierto. Hermosa, e imposible de ignorar.
Y no era solo la rareza lo que lo inquietaba: en su memoria resonaba el fragmento de un informe que había leído tiempo atrás.
“Señas particulares del Espectro Negro: ojos de color.”
No había un matiz específico, pero en aquella tierra de miradas oscuras, cualquier color distinto era una marca imborrable. Una advertencia que ahora, Giovanni no podía darse el lujo de pasar por alto.

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