Nil se giró hacia ella.
—Sujeta su brazo así. Y pásame la manta cuando te diga.
María obedeció sin hacer más preguntas.
El cuarto quedó en silencio. Solo se escuchaba la respiración entrecortada del herido y el suave tintinear del metal contra el cristal cuando Nil acomodó la jeringa en una bandeja. Sus movimientos eran precisos, casi automáticos. Como si cada paso ya estuviera grabado en su memoria.
María sostenía el brazo del paciente con firmeza, conteniendo la respiración cada vez que Nil se inclinaba sobre el cuerpo. La manta limpia descansaba en sus brazos, lista para cubrir al hombre en cuanto terminara.
—Va a doler —advirtió Nil, más para ella que para el hombre inconsciente.
Tomó la aguja larga, ya desinfectada, y la colocó con sumo cuidado justo donde había sentido la acumulación. Su mano no temblaba. Introdujo el metal con lentitud, hasta sentir la ligera resistencia ceder. María miró cómo la sangre oscura y espesa comenzaba a fluir dentro de la jeringa.
Nil vació el contenido en un frasco, volvió a cargar, y repitió el proceso. Dos veces. Tres. En cada una, vigilaba los músculos del herido, los espasmos involuntarios, el color de la piel. Cuando por fin la presión bajó y el cuerpo se relajó ligeramente, exhaló.
—Listo —murmuró, más para sí mismo.
Retiró la aguja, limpió la zona con el alcohol restante y cubrió la herida con una tela limpia que amarró con destreza. María le ofreció la manta sin decir palabra, y Nil la colocó sobre el pecho del hombre, acomodándola con una delicadeza que contrastaba con su usual distancia.
Luego se puso de pie, se limpió las manos con un paño empapado en alcohol y comenzó a recoger lo que había usado. El silencio volvía a caer como una sábana húmeda. María apenas podía creer lo que acababa de presenciar.
—¿Cómo? —preguntó María—. ¿Eres doctor?
Nil negó con la cabeza.
—Cuando era niño, una monja me enseñó a tratar heridos en la iglesia. Tengo algo de experiencia, pero no estudié, propiamente dicho.
—¿Y cómo sabías dónde estaba la sangre?
Nil la miró unos segundos, dudando, buscando las palabras correctas y estructurando la mejor respuesta posible.
—He aprendido varios trucos de distintos doctores. Cuando viajas, es inevitable.
María no tenía intención de dejar sus preguntas ahí, pero Nil tampoco tenía intención de responderlas.
—Bueno, creo que ya pagué mi deuda. Es hora de que me marche.
—¿¡Qué!?
Nil salió del consultorio, y María corrió detrás de él.
Giovanni y Salvador se levantaron de golpe al ver como Nil se dirigía a la salida y María lo perseguía.
—¡Lo sabía! ¡Lo mataste! — Se adelantó a decir Salvador.
—¡No, papá! ¡Lo salvo!
Salvador se quedó pasmado, con la boca entreabierta y el rostro desencajado. Nil pasó entre los tres como si nada, sin mirar a nadie, directo hacia la puerta principal.
—No, por favor. Espera —pidió María, obstaculizándole el paso, abriendo los brazos para evitar que Nil la rodeara—. Quédate.
Nil parpadeó, desconcertado por la firmeza en su voz.
—Mi papá ya no puede con estas emergencias. No puede seguir fingiendo que sí. Necesitamos a alguien más... alguien que sepa reaccionar.
—¿Quieres que me quede como médico? ¿Yo? —bufó Nil, casi divertido—. Ya te dije que no soy doctor.
—Pero sabes lo suficiente. No estoy pidiendo que salves a todos —replicó María, acercándose—. Solo que estés aquí... por si acaso.
—Escucha, agradezco que me hayan salvado. Pero no me gusta asentarme en un lugar, debo irme.
Nil la miró, luego desvió la vista hacia Giovanni, esperando que dijera algo, cualquier cosa, para salir corriendo. Pero el alguacil se cruzó de brazos y lo observó en silencio, como si aún lo estuviera evaluando.
<<¿Por qué le urgía tanto irse?>> Pensó el alguacil. Si estaba en lo cierto, la herida de Nil no estaba del todo cerrada. Ya podía caminar y moverse con soltura, sí, pero forzarla podía abrirla de nuevo. Y aun así, ahí estaba, queriendo marcharse.
—Ándale, ¡Dile que se tiene que quedar! —dijo María, mirándolo con severidad.
—¿Yo? ¿Yo por qué?
—¡Porque de los dos, tú tienes autoridad! —argumentó María, como si fuera lo más obvio del mundo.
—Respeta a tu primo, María. Es el alguacil —intervino Salvador con voz cansada, llevándose una mano al rostro, como si el peso de los años le cayera encima de golpe.
—Por eso mismo —insistió ella, sin apartar la vista de Nil—. ¡Tú ya no puedes, papá! Te tiemblan las manos y lo sabes. Hoy ese niño no habría sobrevivido sin él.
El viejo médico bajó la mirada. No dijo nada. Ese silencio —tan pesado, tan humano— fue la confirmación que nadie pidió, pero todos entendieron.
Nil desvió la vista, incómodo, como si no supiera dónde poner las manos. Su rostro permanecía medio oculto entre sombras, pero Giovanni notó el leve cambio en su postura: los hombros, antes tensos como alambre, se aflojaron apenas un poco. Una grieta en esa máscara de indiferencia que tan bien sabía llevar.
Giovanni dio un paso al frente. No le gustaba intervenir cuando no estaba seguro de alguien, y Nil seguía siendo un enigma. Pero había algo en él... algo que lo hacía quedarse mirando más de lo debido.
—Si te vas con esa herida como está, no vas a llegar muy lejos —dijo con calma, cruzando los brazos—. Y si te mueres en el camino... eso ya no será problema mío. Pero sería una estupidez, ¿no crees?
Nil lo miró de reojo, con los labios apretados. No dijo nada. Pero tampoco lo contradijo.
—Quédate —añadió Giovanni, esta vez con un tono más sereno, casi bajo—. Hasta que te cures del todo. Luego decides qué hacer con tu vida.
El silencio volvió por unos segundos.
Nil resopló, bajando la cabeza. Cerró los ojos como si respirara paciencia.
—Está bien —dijo al fin—. Pero solo hasta entonces.
María soltó el aire que llevaba conteniendo, con una sonrisa ligera que intentó ocultar.
—Gracias —murmuró, más para sí que para él.
Nil no respondió. Pero justo antes de dar el primer paso hacia el interior, se giró apenas y le lanzó una mirada ladeada a Giovanni. Una chispa brillaba en sus ojos, entre burla y desafío.
—Supongo que será interesante quedarme... al menos para ver cómo lidias conmigo, alguacil.
Giovanni frunció el ceño y tensó la mandíbula. Esa frase... no sonó como una broma. Sonó como una advertencia. O una promesa.
—Ven, hay un cuarto disponible arriba —dijo María, rompiendo la tensión mientras se acercaba a él con suavidad—. Por ahora podrás quedarte allí.
Lo tomó del brazo con cuidado, guiándolo hacia la escalera del consultorio.
Giovanni se quedó quieto un momento, observando cómo subían.
Suspiró hondo, rascándose la nuca con frustración.
¿En qué demonios me estoy metiendo...?

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