El sol caía lentamente en el horizonte, bañando el pequeño pueblo de Arcelia en tonos cálidos y dorados. La carreta de Nil permanecía aparcada en el establo de la comisaría, cubierta con lonas y cajas bien organizadas, como si el boticario nómada no tuviera nada que esconder.

Pero ‘algo’ no cuadraba, el alguacil, no podía decir exactamente que, aun así, su instinto era algo de lo que Giovanni Solís siempre se enorgullecía de presumir. Y Giovanni, siempre tan meticuloso, decidió aprovechar la ausencia de Nil para investigar.

Con cuidado, subió a la carreta y comenzó a revisar las cajas. Encontró frascos de medicinas, hierbas y herramientas, todo lo que uno esperaría de un boticario. Hasta que, un libro de cuero viejo en el fondo de una de las cajas más grandes llamo su atención, entre las páginas había notas de hierbas, cuáles eran nocivas para el cuerpo y cuáles eran beneficiosas, en cada página había una hierba diferente con las advertencias de su consumo, junto con otras instrucciones para su preparación y mezcla, también especificaba con qué hierbas podría potenciarse y con cuáles otras contrarrestar.

Definitivamente, era un estudio meticuloso y bien explicado, también en algunas páginas se hallaba contenido médico, un diagrama del cuerpo dibujado pulcramente con grafito, las páginas estaban amarillentas por el paso del tiempo, no obstante, se notaba que cuando un texto perdía legibilidad, Giovanni asumió que Nil remarcaba a conciencia el contenido, para no perderlo.

El alguacil pensó que era admirable en meticulosidad, sin embargo, no podía evitar pensar que la mayoría del conocimiento médico de las páginas parecía más útil para tratar de atender heridas propias en lugar de atender a un herido, cuando quiso cerrar el libro, de la parte trasera cayó un sobre viejo, desgastado por el tiempo, pero cuidadosamente guardado.

El alguacil se detuvo un momento, dudando. —¿Qué estoy haciendo? — pensó. Pero su deber como protector del pueblo pesaban más. Sacó la carta y la abrió.

Era un papel amarillento, escrito a mano con una caligrafía temblorosa. 

En la parte superior se leía: "Orfanato San Andrés, Guerrero."

Giovanni frunció el ceño mientras comenzaba a leer.

Giovanni terminó de leer y sintió cómo una extraña mezcla de emociones lo invadía. Por un lado, estaba sorprendido; nunca había imaginado que Nil, el boticario reservado y, en ocasiones, sarcástico, había crecido en un orfanato. Pero, por otro lado, sintió una punzada de compasión.

Nil, el hombre que siempre parecía mantener al mundo a distancia, había cargado con un pasado que seguramente lo había marcado profundamente.

El sonido de unos pasos contra el suelo lo hizo girar bruscamente.

Nil estaba ahí.

De pie, con la mirada fija en la carta que Giovanni sostenía.

Su expresión era ilegible, su mandíbula tensa, pero sus ojos… Sus ojos tenían algo peligroso, algo que Giovanni no supo si era rabia, decepción o algo más profundo y enterrado.

—Dame eso. —La voz de Nil fue baja, pero cortante como una navaja.

Giovanni no se movió.

Nil dio un paso adelante, y aunque su postura seguía relajada, su mirada era una advertencia clara.

—No vuelvas a decirme qué hacer —respondió Giovanni con calma, sosteniendo la carta con firmeza.

Nil frunció el ceño por unos segundos y Giovanni pudo notar como su mandíbula se tensaba, el boticario estaba incrédulo ante las palabras que el alguacil acababa de decir, <<¿Cómo te atreves?>> Pensó Nil con ira. El aire entre ellos se volvió denso. Nil no parpadeaba, su pecho subía y bajaba con una respiración controlada, como si intentara no explotar.

—No tenías derecho —murmuró, con su voz goteando veneno.

—Lo sé —admitió Giovanni sin rodeos—. Pero ahora lo sé.

Nil apretó los dientes. Su lengua afilada buscaba una respuesta rápida, algo que pudiera clavar en Giovanni para que soltara la maldita carta y lo dejara en paz.

Pero nada le salía.

Porque en esos ojos marrones no había burla, ni superioridad, ni lástima. Solo una verdad inquebrantable.

Giovanni sabía.

Y Nil no podía hacer nada para cambiar eso.

El silencio se rompió cuando Giovanni extendió la carta hacia él.

Nil dudó un momento, pero la tomó con prisa pero con delicadeza, doblándola con cuidado antes de guardarla en el interior de su camisa.

—Olvídalo —dijo, con un tono que trataba de sonar ligero, pero fallaba miserablemente.

Giovanni no contestó. Solo lo miró, como si esperara algo más.

Sin más palabras, Nil camino hasta su carreta, como si Giovanni no estuviera de pie frente a él, tomó la carta y la guardó de nuevo en la última página de su libro, y después lo colocó al fondo en la caja, cerrándola con firmeza. 

Nil tomó los frascos que había ido a buscar en un principio, pero al ver que el alguacil seguía justo donde lo encontró, soltó un resoplido, negando con la cabeza.

—¿Y ahora qué, Alguacil? ¿Va a decirme que todo estará bien? ¿Que no tengo de qué avergonzarme?

Giovanni inclinó ligeramente la cabeza.

—No. Porque sé que no me creerías.

Nil entrecerró los ojos, esperando la condescendencia que no llegó.

—Solo voy a decirte una cosa —continuó Giovanni, con una firmeza que le heló la sangre—. Lo que sea que hayas pasado, no define quién eres ahora.

Nil lo observó durante un largo segundo.

Luego, sin decir nada más, se dio la vuelta y salió de la carreta cargando los materiales que necesitaba.

Pero Giovanni supo que esas palabras se quedaron con él.

Y eso, de alguna forma, era suficiente.

Mientras se alejaba, Giovanni no podía dejar de pensar en lo mucho que deseaba conocer más a ese hombre, no solo por su trabajo, sino también los fantasmas de su pasado.