La luz de la mañana no tiene piedad, cae directamente sobre mi cara, cálida e imposible de ignorar. Me hundo un poco más en la almohada, intentando evitarla.
Funciona… durante dos segundos.
Me llevo la mano sobre los ojos y noto algo. La venda. La miro, aún medio dormido, y los recuerdos regresan.
El hospital. El corte. El piso.
Siento cómo la consciencia termina de alcanzarme. El día ya ha empezado, y hay muchas cosas por hacer.
Me estiro con cuidado de no rozar la herida y salgo de la cama. Una ducha rápida me despeja lo suficiente, y para cuando empiezo a vestirme, ya tengo claro por dónde voy a empezar.
Cojo las llaves, y antes de salir, le echo un último vistazo al salón.
—Vamos allá —murmuro, como si pudiera oírme.
Me acerco a una tienda de la zona. Se nota que lleva funcionando toda una vida, sobre todo al ver al dueño; un hombre mayor que parece tan parte del lugar como el mostrador.
Le explico lo que necesito. Me enseña algunas opciones en exposición y hojeamos catálogos hasta que tengo todo claro. Cuando me pide la dirección de entrega, tengo que sacar el móvil para revisarla.
—¿Te acabas de mudar? —pregunta con naturalidad, sin dejar de anotar.
—Sí. Llegué ayer a la ciudad.
Asiente despacio, como si ya lo hubiera supuesto.
—Los primeros días en un sitio nuevo siempre tienen algo especial —dice, aún sin levantar la vista—. Todo es extraño, pero también posible.
Cuando termina de anotar mi pedido, cierra su pequeña libreta con un golpecito.
—Podemos llevarte todo esta misma mañana. Salvo el mueble del salón. Te avisarán para pasarse a montarlo a finales de semana.
—Perfecto —respondo, un poco sorprendido por la rapidez—. Muchas gracias.
Antes de volver a casa, aprovecho para pasar por otra tienda de la zona. Hay cosas que no pueden esperar. Un par de horas después, varias cajas quedan apiladas en el salón, que ya parece otro con el sofá y la mesa baja colocados.
Primero anclo las patas de la mesa de la cocina, y después me pongo con las sillas. Ahí, la cosa cambia.
El suelo se llena de piezas, tornillos y herramientas desperdigadas. Al principio voy con cuidado, evitando forzar la mano, pero cuando me concentro hago movimientos más bruscos.
Es en una de estas cuando el dolor se vuelve punzante. Miro la venda, se ha manchado de sangre.
—Genial… —murmuro, haciendo una mueca.
Estoy en el suelo, revisando las instrucciones, cuando un movimiento me llama la atención.
Alzo la vista.
Una cortina acaba de abrirse en el edificio de enfrente y alguien sale a la terraza. No le doy importancia. Pero entonces la figura avanza, se acerca. Y la reconozco.
Es ella. La médica del hospital.
Seol-hwa.
Tardo un momento en asimilarlo.
No esperaba volver a verla, y mucho menos así.
Se despereza con un movimiento lento, los brazos estirándose por encima de la cabeza mientras camina hasta la barandilla. Los ojos, entrecerrados, recorren la calle terminando de acostumbrarse a la luz del día, y luego se pierden mirando al mar.
Me quedo inmóvil un instante. Parece una persona completamente diferente. Con el pelo oscuro recogido en un moño descuidado. Una camiseta holgada y unos pantalones de pijama. Sin la barrera de la profesionalidad, con esa expresión tranquila.
Algo en su postura cambia. Levanta la cabeza, como si hubiese sentido mi presencia, y sus ojos vagan por mi balcón hasta que me localizan en el salón. Veo como se agrandan, pasando de la confusión al reconocimiento en unos segundos.
Baja la vista y nota mi mano vendada, las piezas de madera a mi alrededor…
Decido no quedarme aquí parado, como un desconocido.
Camino hacia el balcón, donde el aire cálido del mediodía se mezcla con una brisa suave.
—Buenos días —saludo, con una sonrisa ligera y el tono alto para que me escuche.
Ella parpadea un par de veces antes de responder.
—...¿Tae-han?
—Supongo que somos vecinos —digo, apoyándome en la barandilla
—Eso parece —responde ella, con la sorpresa aún reflejada en su expresión.
Su mirada se desliza por mi apartamento, fijándose en el desorden de cajas y muebles a medio montar.
—¿Qué estás haciendo?
—Intentando montar unas sillas... con una sola mano.
—Deberías estar dándole reposo —dice, con calma y una preocupación leve que parece salirle por instinto.
Sonrío sin poder evitarlo. Hay algo curioso en verla así, tan cercana.
—Lo sé, pero… no quería dejarlo para otro día.
Deja escapar un suspiro, pero sus labios se curvan apenas, traicionándola. Su mirada se detiene en mi mano vendada.
—¿Cómo va la herida?
Le echo un vistazo.
—Creo que se ha abierto.
Seol-hwa chasquea la lengua.
—Deberías ser más cuidadoso. Si sigues así, vas a volver al hospital antes de lo que deberías.
La brisa mueve algunos de sus mechones sueltos. Intento no mirarla demasiado. Se ve diferente así, más real.
—¿Tienes vendas para cambiarte esa?
Me paso la mano por la nuca, algo avergonzado.
—No. Llegué ayer. Aún no tengo casi nada.
Ella asiente mientras se lleva una mano a la frente, tratando de ocultar una sonrisa inevitable, como si hubiera esperado esa respuesta. Entonces vuelve a mirarme.
—¿Séptimo?
Tardo un poco en entender a qué se refiere.
—Tu piso —aclara, señalando hacia mi edificio—. ¿Vives en el séptimo?
—Sí, 7A. —respondo, sin saber muy bien cómo reaccionar.
—Me pasaré en un rato, después de comer. Si te parece bien.
Está siendo amable, pero hay una firmeza en su voz que me dice que la decisión ya está tomada.
—Claro. Sí.
—Nos vemos entonces.
Y se despide con un gesto antes de volver a su apartamento, corriendo a medias la cortina del salón antes de desaparecer dentro.
Me quedo ahí, de pie, sorprendido por todo esto.
Todo es extraño, sí.
Pero también posible.

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