El mundo no se quedó quieto.
Cada vez que volvía a una tribu, una aldea, un refugio…
algo había cambiado.
A veces, ya no estaban.
A veces, se habían movido.
A veces… solo quedaban rastros.
Los Okais crecían como raíces podridas.
Se expandían.
Exploraban.
Tomaban.
Y…
aprendí a tomar también.
Al principio, atacaba solo a los que estaban solos.
Desprevenidos.
Torpes.
Pero luego…
empecé a mirar.
A observarlos en grupo.
Desde las ramas, desde el lodo, desde la niebla.
Estudiaba cómo se movían.
Cómo caminaban en formación.
Cómo usaban las armas.
Cómo hablaban.
Qué hacían cuando uno caía.
Qué hacían cuando disparaban.
Qué hacían cuando tenían miedo.
No entendía las palabras,
pero las posiciones, los gestos, las decisiones… sí.
Y cada vez que un Okais caía,
le quitaba las armas.
No todas.
Solo las que podía llevar.
Dagas.
Cuchillos.
Pequeñas lanzas.
Trozos afilados de hierro.
Las llevaba a la cueva.
Las escondía.
Las alineaba.
Y practicaba.
A veces solo.
A veces con los otros.
Repetía los movimientos que había visto.
Copiaba la forma de sostenerlas.
La manera de lanzar.
De bloquear.
De cambiar entre manos.
Fallaba.
Repetía.
Mejoraba.
No todas las armas servían.
Algunas eran demasiado grandes.
Demasiado pesadas.
Pero las que no…
se convertían en parte de mi.
Cuando salía, llevaba varias.
Una en la espalda.
Una en el tobillo.
Una en la cintura.
Me movía con ellas como si fueran garras viejas.
No brillaban.
No hacían ruido.
No perdonaban.
Y mientras me volvía sombra,
los pequeños también cambiaban.
Ya no eran pequeños.
El mayor ya hablaba conmigo.
Ya me miraban de igual a igual.
Ya no necesitaban que les explicara todo.
Y fue el mayor de los pequeños quien lo dijo, una noche de fuego lento:
—Vi flores en el río. Las que salen cuando empieza el ciclo.
Me quedé quieto.
—¿Eso quiere decir… que ya es tiempo?
Lo mire.
Por primera vez, con ojos de duda.
El ritual.
Aquel que había marcado mi vida.
El que me había unido al slime.
El que me había cambiado para siempre.
—Si lo hace —pensé—, ¿perderá emociones?.
Solo quedarán amor… y paz.
Pero si no lo hace…
¿Qué pasa con un goblin que no cruza ese umbral?
¿Se marchita?
¿Muere?
¿Se rompe?
Había enseñado a los pequeños a pensar.
A decidir.
A ser libres.
Y ahora…
debía enseñarles a elegir algo que él mismo no entendía.
Esa noche no hubo comida caliente.
Ni historias.
Solo el fuego.
Solo el joven y yo.
Frente a frente.
La luz temblando entre nosotros. Suspiré.
—Te voy a contar algo que no está en los cuentos.
Y cuando termine… decidirás tú.

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