La alarma sonó como una explosión, sacudiendo la habitación de Napoleón Dagonet. El joven de catorce años se revolvió entre las sábanas con desgano, tanteando su teléfono hasta silenciar el estruendo. Su mente seguía anclada en aquel extraño sueño: un campo de batalla envuelto en niebla, figuras acorazadas invocando poderes místicos... y él en medio de todo, como si fuese parte de aquella escena imposible.
Se sentó en la cama, frotándose los ojos.
¿Por qué tengo estas visiones últimamente? —se preguntó en silencio—. No parecen sueños... se sienten como recuerdos, pero eso es absurdo... ¿verdad?
Descendió las escaleras de su casa en Inglaterra, aún con la sensación de fuego en los dedos, viento en el rostro y voces de tiempos lejanos resonando en su pecho. Mientras preparaba su desayuno, su mirada se posó brevemente en una estantería donde yacían libros sobre la leyenda artúrica, alquimia, mitología celta y tratados de filosofía antigua. Desde hacía meses, las visitas a la biblioteca se habían vuelto rutina: buscaba respuestas que ningún autor moderno podía ofrecerle.
El reloj del celular lo sacó de su trance: se le hacía tarde.
Corrió a la escuela con la mochila desajustada, los cordones sueltos y la cabeza aún en Camelot.
En los pasillos de la escuela, lo esperaba el profesor Arnold Knight. Alto, de cabello largo ligeramente ondulado, con destellos de plata en las sienes, y unos ojos celestes como cielos de invierno. Vestía siempre con elegancia, un terno hecho a la medida, un reloj de oro que relucía como una reliquia, y un porte de alguien que había visto más de lo que dejaba entrever. Aunque enseñaba historia y filosofía, se sabía que también dirigía una fábrica de automóviles de lujo —un detalle que muchos consideraban un mito urbano más que un hecho.
—Buenos días, Napoleón —dijo con voz firme pero amistosa—. ¿Cómo van los estudios?
—Bien, profesor... estoy mejorando en algunas materias —respondió el chico con timidez, sin levantar mucho la mirada.
Knight sonrió levemente, pero su tono se volvió más severo.
—Recuerda que no todo en la vida es mitología. Ya estás en una edad para pensar qué estudiarás después de la escuela... y tengo entendido que inviertes bastante tiempo en artes marciales.
Napoleón bajó la mirada. Se encogió de hombros y murmuró:
—Solo entreno los fines de semana... Y sí, aún no sé qué estudiar. Pero lo que sí sé es que necesito entender más sobre la leyenda artúrica. Lo siento como... necesario.
Sus dedos se cerraron en un puño, como conteniendo algo. Luego, con voz baja y un leve temblor, añadió:
—Desde los siete años tengo sueños muy reales... con castillos, magia... caballeros. Son demasiado vívidos, como si los hubiese vivido...
Arnold lo observó detenidamente. Su expresión se endureció apenas, como si aquello removiera algo en su interior. Pero solo respondió con una sonrisa forzada y un tono sarcástico:
—Mucha imaginación... o demasiados videojuegos. Ten cuidado, podrías terminar creyendo que eres el rey Arturo reencarnado.
Se ajustó su reloj de oro, desvió la mirada y añadió:
—Hablamos luego. Debo dictar una clase de historia.
Napoleón lo vio alejarse, con una sensación extraña en el pecho, como si su profesor supiera más de lo que decía.
Al salir de clases, su amigo Liam lo interceptó con entusiasmo.
—¡Oye! Vamos al gimnasio. Es viernes, es día de pecho y pierna —dijo entre risas.
—De acuerdo, pero solo una hora. Luego tengo clase de karate —respondió Napoleón mientras se colgaba la mochila.
—¡¿Karate también?! —exclamó Liam—. Mañana creo que tienes taekwondo, ¿no? ¿Cuántas artes marciales estás practicando? ¡Pareces un superhéroe! ¿Vas a ser luchador profesional o qué?
Napoleón se encogió de hombros con media sonrisa, sin responder del todo. Luego murmuró:
—Ni idea por qué lo hago… Tal vez solo quiero estar listo… por si algún día algo me obliga a pelear de verdad.
Liam frunció el ceño, intrigado por la respuesta, pero no insistió. Siguieron caminando rumbo al gimnasio mientras el sol se ocultaba entre las nubes grises de Inglaterra. Pero en algún rincón del alma de Napoleón, una chispa antigua volvía a encenderse. El pasado reclamaba al presente, y la leyenda... estaba por revivir.
Rato después, llegaron al gimnasio.
Napoleón se cambió en los vestuarios y salió a calentar en la bolsa de
entrenamiento.
—Probaré mi técnica de puños veloces —pensó, concentrándose.
De pronto, sus puños comenzaron a moverse a una velocidad sorprendente, tan
rápidos como la luz. La bolsa no resistió y fue destruida. Napoleón quedó
impresionado de sí mismo. Las personas cerca comenzaron a grabarlo con sus
celulares; algunas estaban asustadas, otras asombradas: los movimientos eran
tan veloces que apenas se veían, como hélices de un ventilador.
—¡Qué buena técnica! —comentó un hombre cercano—. Deberías ponerle un nombre.
Napoleón pensó un momento.
—¿Un nombre para una técnica? Como en mis sueños... Buena idea —respondió con
una sonrisa.
Una hora después, en las duchas, Napoleón reflexionaba:
—¿Qué me pasó hoy? Aparte de los puños rápidos, levanté tres veces más peso del
habitual. Sé que todo es mental, pero físicamente es ilógico lo que logré hoy…
Ya en la calle, camino a su clase de artes marciales, sintió algo extraño en su mente. Un escalofrío lo recorrió y su corazón empezó a latir con fuerza. Se quedó paralizado. De repente, frente a él, se abrió un portal. De allí emergió una criatura monstruosa: tenía cabeza de araña, cuerpo musculoso y extremidades como patas de insecto. Sus manos terminaban en garras, y sus pies no eran humanos. La criatura lo miró fríamente y dijo con voz de ultratumba:
—¡He venido por ti!
Napoleón se sobresaltó, pero notó que la gente alrededor continuaba su vida
como si nada sucediera.
—¿Me estoy volviendo loco…? ¿O es un sueño? —pensó.
—Ya era hora de que demostraras tu presencia. Eres la energía que busco —dijo la criatura con firmeza.
—¿Quién te envió? ¿Y qué eres?
—Soy un insectoide. Debo eliminarte antes de que recuerdes quién eres.
La criatura lanzó un grito ensordecedor como ataque, haciendo que Napoleón
saliera disparado contra un auto. Las personas que presenciaron el choque se
asustaron y huyeron sin entender lo ocurrido.
Napoleón se levantó y adoptó una postura de combate.
—De acuerdo, feo... veamos de qué estás hecho. Si no fuera porque nadie más te puede ver, diría que es un cosplay excelente. Ya pensaré luego por qué puedo verte —dijo decidido, sonriendo.
Lanzó una patada, pero el monstruo la desvió fácilmente. Napoleón ya lo había previsto, y aprovechando la cercanía, lanzó su técnica recién perfeccionada:
—¡Super Hits!
Una ráfaga de golpes veloces impactó al monstruo, arrojándolo lejos.
—¡Siii! ¡Lo vencí! —gritó Napoleón, eufórico.
Pero la criatura se recuperó en el aire, giró con una pirueta y lanzó una fuerte patada. Napoleón intentó esquivarla y contraatacar con sus puños, pero el insectoide rió burlonamente:
—Esta vez no te funcionará, niño.
El monstruo comenzó a moverse tan rápido que parecía haberse multiplicado. Napoleón insistió con su técnica hasta que, sin esperarlo, sus manos comenzaron a emanar electricidad, golpeando al monstruo. Este se enfureció.
—¡Basta! Quise jugar contigo antes de matarte, pero veo que no eres tan débil como me dijeron. Seguro ya descubriste quién eres.
Levantó la mano y de ella emanó una energía violeta oscura.
—Este es un veneno que te matará en dos segundos.
Napoleón sintió cómo su cuerpo se paralizaba, la energía lo envolvía… pero justo en ese instante, una ráfaga de fuego impactó al monstruo, arrojándolo lejos. Apareció un hombre con una armadura resplandeciente como la plata, decorada con detalles finos.
Napoleón lo reconoció de inmediato:
—¡Es mi profesor de escuela…! No lo puedo creer…
—Ya era hora de que aparecieras, Sir Lancelot —gruñó el monstruo.
En la mente de Napoleón comenzaron a pasar imágenes, recuerdos de otra vida. Se vio a sí mismo, vestido como rey, hablando con Sir Lancelot:
—Amigo, si algo me sucede, tú serás el nuevo rey.
—Jamás lo permitiré. Te protegeré con mi vida —respondió Lancelot.
Arturo, con mirada serena, replicó:
—Ambos sabemos que si el Archimago obtiene su máximo poder, tendré que
usar la técnica prohibida que Merlín nos enseñó para enviarlo al universo
cárcel…
El recuerdo cambió. Se vio a sí mismo herido, diciéndole a Lancelot:
—Amigo… yo volveré. Solo ve y toma el agua de la vida para obtener la
vida eterna del cáliz…
Mientras tanto, en la realidad, el monstruo hablaba con Lancelot:
—Veo que obtuviste la vida eterna. Cuando vine a la Tierra desde el inframundo eras fuerte… pero ahora estás solo. Tus compañeros ya no están. Ríndete.
—Por fin encontré a mi amigo, el Rey Arturo. Siempre cumple sus promesas. Saber que ha reencarnado me da más fuerza para acabar contigo —replicó Lancelot.
Su cuerpo comenzó a arder en llamas de fuego sagrado. Elevó la palma de la mano:
—Ha pasado mucho tiempo... y ahora soy más fuerte. ¿Lo recuerdas?
Lanzó una llamarada directa. El monstruo gritó, se envolvió en fuego y finalmente se convirtió en cenizas.
Lancelot se acercó a Napoleón.
—Ven conmigo. En el camino te lo explicaré todo. Lo único que debes
saber ahora es que tú… eres la reencarnación del Rey Arturo.

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