Napoleón sintió un estremecimiento en el pecho. El aire parecía más denso, como si la gravedad se hiciera presente en su alma. Sus manos temblaban ligeramente.
Sir Lancelot lo observó con serena firmeza. Se acercó con paso seguro,
colocó una mano sobre su hombro y, con una voz suave pero cargada de poder, le
dijo:
—No estás solo.
Napoleón alzó la vista. En los ojos del caballero había algo que combinaba sabiduría y melancolía.
—Solo debo entrenarte —continuó Lancelot— y enseñarte lo que una vez me fue transmitido por Merlín. Aunque, debo admitir, había cosas que él solo te enseñaba a ti… como astrología.
El joven aspiró hondo. Aún no comprendía del todo lo que significaba ser el heredero de una historia enterrada bajo la leyenda.
—Lo primero que debes dominar —prosiguió el caballero— es el combate. Me
dijiste que estudiaste artes marciales. Usaremos eso como base. Pero para lo
que se avecina, necesitarás despertar el cien por ciento de tus habilidades.
—¿Qué está en juego? —preguntó Napoleón.
—El mundo —respondió Lancelot, con una gravedad que parecía quebrar el silencio
del bosque—. Aunque nadie lo sabe, el peligro es real. Tú y yo somos la única
barrera entre esta realidad y la conquista de los brujos.
—¿Y qué les impide hacerlo? —insistió Napoleón.
Lancelot cruzó los brazos, su voz se tornó solemne.
—Excalibur —dijo—. En esa espada hay algo... algo que ni siquiera yo comprendo
del todo. Merlín la ocultó usando un hechizo y la colocó en el lugar menos
esperado. La historia real fue disfrazada por uno de los caballeros de la Mesa
Redonda, quien la convirtió en una simple leyenda, firmando con un seudónimo.
Sin embargo, creó una legión secreta en Inglaterra, un grupo esotérico
reservado únicamente para los caballeros y su descendencia.
A la mañana siguiente, ambos se encontraban en un claro del bosque. El lugar era peculiar: césped verde cubría el suelo, pero no había ni flores ni árboles. Era un vacío silencioso, casi sagrado.
—Bien, empecemos —dijo Lancelot—. Observé que te mueves con rapidez, pero fue más por instinto de huida que por táctica. Y tú sabes, si entrenaste en artes marciales, que el miedo no tiene lugar en un combate.
Napoleón afirmó con seguridad.
—Así es. Participé en torneos desde niño.
Lancelot sonrió.
—¡Prepárate, muchacho! No tendré compasión. Porque tus enemigos tampoco la
tendrán.
Mientras hablaba, una energía incandescente comenzó a rodearlo. Llamas brotaban de su cuerpo como si el fuego fuese una extensión de su voluntad.
—¿Qué es lo que estoy sintiendo? —preguntó Napoleón, sobresaltado.
—Mi energía vital —respondió Lancelot—. Puedes sentir mi presencia… y también la de nuestros enemigos. Cuando te enfrentes a demonios o brujos, sentirás algo gélido, antinatural. Aprende a reconocerlo.
El caballero adoptó una postura marcial y, sin previo aviso, lanzó una llamarada con la palma extendida. Napoleón la esquivó por poco. Otra le siguió. Y otra. El joven danzaba entre el fuego como un reflejo de su propia supervivencia.
—¡Vamos, acércate! —gritó Lancelot—. Atácame. Usa lo que sabes. Improvisa.
Napoleón intentaba romper la defensa de su maestro, pero cada paso era
contrarrestado con precisión.
—¿Creíste que sería fácil? —rió Lancelot—. He combatido con brujos de nivel
omega. Tú eres el primer reto que tengo en años… y no estás tan mal. Pensé que
te derrotaría en cinco segundos. Pero aún tienes la esencia de quien una vez
fue rey.
Napoleón se enfocó, respiró profundo, y en un giro veloz ejecutó su técnica
personal:
—¡Super Hits!
Una ráfaga de golpes cayó sobre el cuerpo de Lancelot. El caballero, sorprendido por la velocidad, retrocedió unos pasos antes de liberarse del asalto.
—Felicidades —dijo, satisfecho—. Continuaremos durante varios días más. Pero no descuides tus estudios.
Pasaron más de tres meses. Napoleón se fortalecía en cuerpo y espíritu.
Una mañana, Lancelot se mostró especialmente serio.
—Hoy daremos un paso más. Despertaremos tu habilidad secreta. Así como mi
energía es fuego, la tuya es rayo. Lo sentí en tus golpes… hay una corriente
eléctrica en ellos.
—¿Y cómo la activo? —preguntó el joven, intrigado.
—Cierra los ojos. Respira profundamente. Siente tu energía, como un río interior.
Napoleón obedeció. Pronto, una sensación de calor y fuerza recorrió su
cuerpo.
—Ahora —dijo Lancelot— concentra toda esa energía en tu mano derecha.
Media hora después, pequeños destellos chispeaban entre sus dedos.
—¡Eso es! ¡Sigue! No te distraigas. Ahora levanta la otra mano y forma una
esfera de energía. No la dejes escapar.
Napoleón enfocó toda su voluntad. Una bola eléctrica se formó entre sus
manos.
—Ahora, lánzala al cielo —ordenó Lancelot.
El joven alzó las manos. Una descarga celeste recorrió su cuerpo. Sus ojos cerrados emitían rayos que danzaban en el aire. Al lanzar la esfera, esta impactó el firmamento con tal intensidad que las nubes se abrieron, como apartándose en reverencia.
Lancelot, emocionado, lo abrazó.
—Algún día recordarás lo buenos amigos que fuimos. Ahora sigamos perfeccionando
esta técnica.
Los meses siguieron pasando… hasta que un día, algo cambió.
En medio del entrenamiento, el aire se tornó denso, frío… oscuro.
Un portal negro se abrió en medio del claro. Del otro lado emergió una figura
femenina de energía sombría. Sus ojos ardían con una luz roja penetrante.
—Lata… —susurró Lancelot.
A su lado, una criatura indescriptible, grotesca y ancestral, lo acompañaba.
El combate apenas comenzaba

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