Pero recordar a Sergio Ramírez solo lo hacía hervir de rabia.
Sergio había sido el anterior alguacil de Arcelia y su difunto padre. Su madre, Elisa Solís, murió asesinada a golpes por el mismo hombre que había jurado amarla, protegerla y procurarla ante Dios.
Los recuerdos eran nítidos. Demasiado nítidos.
Los gritos de su madre aún resonaban en su cabeza.
Sergio le daba palizas por cualquier tontería: porque la cena no estaba lista cuando él regresaba, porque decía que Elisa no limpiaba bien la casa, porque se le antojaba. A veces, ni siquiera había razones.
Giovanni también recordaba las veces que su madre se interpuso entre él y los golpes, protegiéndolo con su propio cuerpo. O cuando, siendo un niño, iba a comprar tortillas y veía a su padre ligando descaradamente con otras mujeres en plena calle, sin un gramo de pudor.
Recordaba cómo se gastaba el dinero que ganaba ilícitamente en alcohol, en mujeres, en lujos para él.
Nunca para su familia.
Él y su madre pasaban hambre, porque Sergio jamás soltaba dinero para la casa.
Pero lo que más le dolía... Era la última vez que escuchó a su madre gritar.
Gritó y gritó por ayuda.
Le pidió al cielo, a su hermano Salvador, a los vecinos.
Y, por último, hasta al mismo diablo.
Para que Sergio se detuviera.
Giovanni prefería creer que no fue el diablo quien la escuchó, sino Dios. Porque se la llevó.
Él no pudo hacer nada.
Su madre lo encerró en el baño para protegerlo.
Y él no pudo salvarla.
Eso lo mataba.
Terminó viviendo con su tío Salvador y su prima María. Y, por nepotismo, se convirtió en alguacil a los veintitrés años.
Aun así, descubrió que el trabajo le gustaba.
Al principio, la gente asumió que sería otro corrupto con autoridad, igual que su padre.
Pero no.
Se juró a sí mismo que jamás sería la misma porquería que Sergio Ramírez.
Y aferrarse a esa promesa fue lo único que lo ayudó a calmarse.
Con cuidado, se dejó caer sobre la silla de madera. Apoyó los codos en la mesa, la frente inclinada, los puños aún cerrados.
Respiraba con fuerza.
Le había costado años ganarse la confianza del pueblo.
Que los mismos hombres que sobornaban a su padre supieran que con él no sería igual.
Suspiró. Su cuerpo finalmente empezó a relajarse.
Así era.
Gracias a su trabajo y sus convicciones, lo más grave que ocurría en Arcelia eran los pleitos de dos ancianas descarriadas.
Y no iba a permitir que nadie cambiara eso.
Se levantó con fuerzas renovadas, sonándose la nariz antes de tirar el pañuelo a un lado.
Antes de salir de la oficina, se tomó un momento.
Con manos firmes, abrió el camafeo que colgaba de su cuello, su tesoro más preciado.
El camafeo de Giovanni era una joya antigua, pequeña, pero de gran peso emocional.
Su exterior estaba hecho de plata ennegrecida por los años, con delicados grabados de hojas de laurel y pequeñas filigranas que bordeaban toda su forma ovalada. En el centro, un ramo de rosas silvestres adornaba la tapa, cada pétalo y hoja finamente labrados, como si alguien hubiera querido plasmar en metal la delicadeza de una flor real.
Al abrirlo, las bisagras crujían suavemente, mostrando en su interior una diminuta fotografía en sepia. La imagen de su madre, joven y de sonrisa apacible, lo observaba desde el pasado. El cristal que protegía la foto tenía ligeras marcas de tiempo, pero la mirada bondadosa de la mujer seguía intacta.
En la parte interna de la tapa, grabadas a mano con una caligrafía firme, estaban las palabras que ella solía decirle de niño:
"Que la justicia no olvide la bondad."
Era un objeto sencillo, sin lujos ni piedras preciosas, pero para Giovanni valía más que cualquier tesoro en el mundo.
Siempre lo llevaba oculto bajo su camisa, cerca del corazón.
Giovanni inhaló profundamente, como si en el aire aún pudiera percibir su esencia, esa que casi había olvidado.
Luego exhaló despacio.
—Madre, ayúdame. No dejes que me desvíe del camino.
Cerró el camafeo con cuidado y, antes de ocultarlo bajo su camisa, presionó un beso fugaz contra el frío metal.
Entonces, se giró con una dirección clara en mente.
El consultorio.
Esta vez, cuando fuera a interrogar a ese boticario, no sería tan amistoso como la vez anterior.

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