El viento aullaba en medio del campo de batalla. Lancelot, con la mirada firme y el cabello ondeando al ritmo del aire, encaraba a la criatura con una serenidad casi sobrenatural. Un aura de energía celeste comenzó a envolver su cuerpo mientras concentraba su poder para el próximo ataque. Pero en un parpadeo, la criatura desapareció.
Napoleón alzó la vista, inquieto. Sintió que aquella entidad no se había marchado realmente; su energía se deslizaba por el entorno como una sombra viva, intentando confundir a Lancelot. Sin embargo, el caballero podía seguir su rastro con la mente. Cuando la criatura reapareció a escasos metros, Lancelot ya había reaccionado: giró con precisión y le propinó una poderosa patada envuelta en fuego. El grito desgarrador de la bestia resonó mientras se doblaba en el aire.
—¡Ahora, Napoleón! ¡Usa tus Super Hits! —ordenó Lancelot.
Napoleón saltó y lanzó su técnica, al mismo tiempo que Lancelot disparaba llamas desde sus manos. La combinación fue devastadora: el cuerpo de la criatura estalló en fragmentos luminosos que se disolvieron en el aire.
Desde lejos, la bruja Lata los observaba.
—Si no puedo tener la espada... ¡nadie la tendrá! —exclamó con furia.
Recordaba un secreto antiguo: según los diarios de Morgana, su maestra, Merlin había creado llaves escondidas en forma de anillos. Si se unían, revelarían el paradero de la espada del tiempo. La bruja invocó su poder; los anillos guardados por Lancelot comenzaron a vibrar. Con un hechizo rápido, los encapsuló en diamantes y los dispersó por el mundo. No pudo extraer, sin embargo, los anillos fusionados en los cuerpos de Lancelot y Napoleón. El hechizo protector era demasiado fuerte.
Lanzó una carcajada psicótica mientras abría un portal interdimensional.
—¡Nadie tendrá la espada! Mientras ustedes buscan los anillos, yo encontraré la forma de resucitar a Morgana.
Y con eso, desapareció.
—Estamos en problemas —murmuró Napoleón.— ¿Qué pasa si no encontramos los anillos?
—Están cargados de energía oscura. Si no los recuperamos, el equilibrio se perderá. Necesito encontrar un antiguo libro con el hechizo para revertir el mal. Está oculto entre los archivos de una sociedad secreta fundada por los caballeros de la Mesa Redonda. Hoy, sus descendientes conservan ese legado.
—Mientras tú buscas ese grupo, yo buscaré los anillos. Siento que hay cuatro, pero... ¡no sé volar! Dijo Napoleon.
Lancelot sonrió con serenidad.
—Te prestaré uno de mis autos autómatas. Lo desarrollé en mi propia empresa. Puede volar y programarse según coordenadas. Pero antes...—dijo, entregándole un pequeño cofre de oro.— No toques los diamantes directamente. Este cofre es mágico: absorbe energías oscuras y las devuelve al bajo astral.
Caminaron juntos hacia la sede de "Sir Lancelote", una empresa automotriz de lujo. Al llegar, la secretaria los recibió con formalidad.
—Buenos días, señor Arnold Knight.
—Llevo prisa, —respondíó Lancelot.— Me llevaré dos modelos "Sir F7Fly".
—Pero esos están destinados al mercado asiático, señor.
—Uno lo usaré yo, el otro... lo venderé.
Minutos después, aparecieron dos autos futuristas: azul marino, sin ruedas ni hélices, con puertas que se abrían hacia arriba. Lancelot le enseñó a Napoleón el funcionamiento del tablero, le dio una tarjeta bancaria con fondos, comida para el viaje, un teléfono holográfico y una clave de contacto.
—Este auto es solar. Sólo necesita recarga un par de horas. Tendrás libertad total.
—No puedo creer que usted sea el dueño de esta marca. Siempre se dijo que hacía competencia a Ferrari.
—Yo no compito. Fingiré mi vejez, cederé la empresa, y con otro nombre seguiré. La inmortalidad tiene sus costos. Todo cambia menos la maldad humana.
Napoleón asintió, pensativo. Lancelot le reveló que los verdaderos orígenes de las logias estaban inspirados en la Mesa Redonda. Mientras conversaban, subieron a sus vehículos. Las puertas se cerraron y Napoleón se elevó en el cielo.
Comenzaba una nueva misión: recuperar los anillos perdidos, antes de que la oscuridad los encontrara primero.
La nave de Napoleón surcó los cielos con velocidad elegante. Apenas se cerraron las puertas, él cerró los ojos, y casi de inmediato comenzó a sentir la oscura energía de los anillos. Aquella vibración densa, pulsante, se canalizaba hacia su mente como una brújula espectral. Abrió los ojos justo cuando en la pantalla del vehículo—un sistema semejante al de Google Maps—detectó una concentración de energía. El punto señalado estaba más allá del océano, en una isla de nombre familiar: Turtle.
—Turtle... —susurró—. Conozco ese lugar.
Era un pacífico reino insular, regido por una pequeña nobleza y habitado por gente amable. Napoleón no dudó y programó el vehículo para dirigirse allá. El viaje sería largo. La IA del vehículo, una voz suave y femenina, lo sorprendió:
—Le saluda Ginebra, soy una inteligencia artificial diseñada para asistirle. He notado signos de fatiga en usted, ¿desea que su asiento se transforme en una recámara? También tengo alimentos ligeros disponibles, cortesía del señor Lancelot.
—Gracias, Ginebra. Solo necesito descansar. ¿Cuánto falta para llegar?
—Siete horas. Buen descanso, Napoleón.
El asiento se transformó elegantemente en una cama mullida. El muchacho se acomodó, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo.
Muy lejos de allí, la bruja Lata sostenía entre sus dedos unos anillos negros. Su rostro se iluminaba con una sonrisa torcida mientras murmuraba:
—Estos anillos pertenecieron a mis antiguos guerreros... aquellos de mi legión negra. Ahora tengo nuevos discípulos. Los enviaré. Y si esos dos intentan recuperar los anillos, no lo lograrán. Pero sobre todo, ese joven... ese que se hace llamar rey, que aún no ha despertado su verdadero poder... morirás esta noche, en el plano astral. Enviaré a un Old Hag.
El ser sombrío aguardaba en su círculo de invocación: ropaje oscuro como la muerte, manos esqueléticas adornadas con cadenas rotas y una máscara triste como una mueca congelada. Aquella criatura absorbería su energía mientras dormía.
Al amanecer, Napoleón se encontraba ya despierto, sentado ante una pequeña mesa blanca que la IA había armado dentro del vehículo. Estaba disfrutando de unos huevos revueltos con salchicha, cuando una luz azul parpadeó sobre el tablero. Era una llamada holográfica.
—Hola, Napoleón —dijo Lancelot con una sonrisa cansada—. Veo que ya es de día. Estoy rumbo a mi primer objetivo... y justamente, también detecté que un anillo cayó en la isla Turtle. Debe ser el destino.
Escuchame Napoleon, descubrí que no se necesitan tener los anillos para invocar la espada, aparte que hay mas, l
Napoleón se sorprendió.
—¿No eran solo cuatro anillos?
Lancelot negó con la cabeza.
—No. Hay más. Los anillos que recuperamos eran para mi descendencia, en caso de que alguna vez... bueno, si algún día formaba una familia. Pero evité hacerlo. No es fácil amar a alguien cuando sabes que tú vivirás por siempre y ella no. Los otros anillos... pertenecieron a los demás caballeros de la mesa redonda.
—Entiendo... —murmuró Napoleón, mientras tomaba un sorbo de jugo.
—Te llamaba para advertirte —continuó Lancelot—. La bruja no se rendirá fácilmente. Podría enviarte a un guerrero con armadura negra o, peor aún, a una criatura del bajo astral. Descansa cuando puedas. No subestimes la oscuridad.
La llamada se cortó. Ginebra, la IA, habló de nuevo:
—¿Desea que recoja los platos? Son descartables, pero serán desintegrados sin dañar el planeta.
—Perfecto... Gracias, Ginebra —bostezó Napoleón—. Me voy a descansar otra vez.
Mientras el joven se acomodaba para su segunda siesta, en algún rincón oculto del mundo astral, la bruja Lata reía frente a una bola de cristal, con la voz gélida de una madre enloquecida:
—Duerme, niño... duerme.
Y en las sombras, el Old Hag avanzaba.

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