El rugido del tren se mezclaba con el viento furioso que amenazaba con arrebatarle el sombrero a James. Aferrado al exterior de uno de los vagones, observaba impotente cómo una carreta de madera, reforzada con barrotes como una celda ambulante, se alejaba entre el polvo del desierto. En su interior, Clara, aquella misteriosa joven que comenzaba a despertar algo más que curiosidad en él, era llevada como prisionera.

James sujetó su sombrero con la mano izquierda justo a tiempo y, entre el torbellino de arena y velocidad, divisó a otro jinete cabalgando tras la carreta. Vestía igual que los secuestradores: rostro cubierto de la nariz hacia abajo, sombrero oscuro, mirada esquiva. Sin pensarlo dos veces, James se escondió, esperando el momento perfecto. Saltó sobre el jinete con precisión quirúrgica. En un movimiento certero, lo derribó del caballo, le arrebató el sombrero y la bufanda, disfrazándose rápidamente con su atuendo.

Convertido ahora en uno de ellos, se acercó al siguiente jinete que cabalgaba junto a la jaula. Había varios guardias alrededor del carruaje, lo que le pareció sospechoso. “Si fueran simples bandidos, ¿por qué secuestrar solo a Clara? No han robado nada... esto no cuadra”, pensó. Algo no andaba bien. Por primera vez en años, estaba dispuesto a romper su regla: no involucrarse.

Sacó su arma y disparó sin titubear a dos de los jinetes que resguardaban el carruaje. El caos estalló. James se lanzó al caballo del conductor de la carreta y se trepó con esfuerzo a la jaula. Con un gesto de la mano, le indicó a Clara que guardara silencio. Luego, se acercó al conductor y, aprovechando un momento de descuido, lo arrastró hacia atrás. Revisó sus bolsillos y encontró las llaves. Abrió la celda, ayudó a Clara a salir y la colocó en el asiento del conductor, asegurando la puerta tras ellos con un candado improvisado.

Detuvo el carruaje y, apuntando a la cabeza del hombre, exigió:

—¡¿Por qué secuestraste a esta chica?! ¡Ustedes no son ladrones, no han robado nada! ¡No creo que planeen vender como esclava a una mujer blanca! ¡Habla!

El tipo, nervioso, tartamudeaba, sin saber qué decir. James, impaciente, tiró del martillo de su revólver.

—¡Está bien, está bien! —exclamó el hombre, suplicante—. ¡Te diré lo que quieras, pero no le digas nada a quien me contrató! Fue Henry Blackwell… me pagó dos mil dólares por llevarle a la chica.

Al oír ese nombre, James alzó la mirada y notó una soga dentro de la jaula. Se le ocurrió un plan. Ató las manos del captor y le dijo:

—Vendrás conmigo.

—¿Me llevarás a la cárcel? —preguntó el hombre, entre nervioso y burlón.

—Tal vez —respondió James con frialdad—. Pero no aún.

Entonces recordó la reunión secreta que tenía pendiente. No podía permitir que Henry supiera que estaba tras él. Miró a Clara, que permanecía sentada en una roca, encogida por el miedo, con los brazos cruzados.

—¿Sabes qué? —dijo James, alzando la voz—. Te dejaré ir, pero le dirás a Henry que tienes a la chica escondida en otro lugar. Yo te pagaré cuando regrese de mi viaje. Solo dile que fue difícil secuestrarla porque tenía guardaespaldas. ¿De acuerdo?

El silencio se hizo denso. James repitió, más firme:

—¡¿De acuerdo?!

—Sí, sí… está bien —respondió el hombre, derrotado.

—¡¡Ahora lárgate!! —le gritó James.

El tipo recogió su sombrero, subió a uno de los caballos y huyó en dirección opuesta, dejando tras de sí el polvo de su traición.

Clara apenas podía hablar. Con voz baja, preguntó:

—¿Cómo llegaremos a la reunión? Estamos en medio del desierto... ese hombre conocía la ruta.

James se acomodó el sombrero con tranquilidad.

—Iremos a caballo. No estamos lejos de nuestro destino.

Se acercó a Clara, la ayudó a subir a uno de los corceles que habían quedado sueltos, y juntos emprendieron el camino. En el trayecto, James divisó un cactus. Se bajó, cortó una de sus ramas con su cuchillo y sirvió su jugo en una pequeña vasija improvisada. Ambos bebieron del líquido salvador.

—Pronto llegaremos a la ciudad donde está el hotel —dijo James mientras cabalgaban—. Pero tengo que pensar... ¿qué quiere ese tal Henry?

Clara tragó saliva, inquieta.

—¿Y si él fue quien provocó la destrucción de tu negocio? Parece alguien peligroso… y está rodeado de delincuentes. No me sorprendería que él hubiera contratado a esos hombres.

James la miró en silencio. Su expresión se volvió sombría, pensativa. El galope del caballo siguió marcando el ritmo de las ideas que ahora cruzaban su mente como balas.