Las plantas de mis pies ardían.
No era fuego, era algo peor. Esa punzada helada que sube desde los dedos y muerde
los tobillos, como si la nieve tuviera dientes. Y aun así, no dije nada.
No pregunté si
podía ponerme zapatos. No pedí que me cargaran. Caminaba detrás de ellos,
hundiéndome paso a paso en la nieve que me llegaba casi a los tobillos, intentando no
temblar demasiado. La capa de escarcha no se derretía, ni siquiera bajo sus pisadas.
Era como si estuviéramos caminando sobre una tumba congelada.
Behemoth iba delante, abriendo paso con pasos pesados que parecían sacudir el suelo.
Cada zancada suya era como el golpe de un tambor. Belfegor caminaba detrás de mí,
con la misma expresión de “no me hables” que tenía desde que salimos. Supongo que
eso era una buena noticia. Al menos no me estaba gritando. Aún.
Atravesamos el campo de rosas marchitas sin detenernos. Las espinas sobresalían de la
nieve como pequeños cuchillos negros. Ni siquiera las miraban. Yo, por otro lado, sentía
que los pies me sangraban. Pero aguanté. Tal vez porque, por alguna razón extraña, no
quería que me vieran débil. No otra vez.
Una vez que el bosque empezó a cerrarse a nuestro alrededor, con sus ramas afiladas y
sombras largas, Belfegor se detuvo. Señaló una roca plana, cubierta de escarcha. Se
me quedó viendo como si esperara que me desintegrara.
—Quédate aquí y no te muevas —ordenó. No pidió. Ordenó.
Yo asentí, sin decir nada, y me senté. La roca me robó el calor de inmediato. Sentí que
me tragaba el frío por la espalda. Mis alas se apretaron instintivamente contra mi
cuerpo.
Lo único que podía hacer era esperar.
Los vi alejarse entre los árboles. Uno llevaba una lanza larga, el otro una red. Se
movían en silencio, con una naturalidad que daba miedo. Como si fueran parte del
bosque. Parte de algo más salvaje y más antiguo.
Y yo… yo era solo un niño descalzo con los pies entumecidos y el corazón hecho un
nudo.
Me abracé las piernas y me quedé mirando la línea donde los árboles se los habían
tragado. Sentí el viento rozarme las mejillas como si me acariciara con cuchillas. Miré al
cielo. Seguía nevando. Pequeños copos blancos flotaban en el aire como si el tiempo se
hubiera detenido.
Entonces pensé en lo que había pasado esa mañana.
Los gritos. Los insultos. Los nombres.
Behemoth. Belfegor.
No lo sabía. No lo supe nunca. Los había confundido todo el tiempo. Uno me trató como
si fuera una molestia que no vale ni una palabra. El otro me dio comida sin mirarme,
me dejó quedarme. Me cambió de ropa con un chasquido de dedos. Nunca me dijeron
sus nombres. Nunca me explicaron. Y yo me culpé. Creí que estaba loco. Que era yo el
del problema.
Ahora sabía que eran dos.
Dos personas. Dos… cosas. ¿Seres? ¿Hombres?
Y algo más se cruzó por mi mente.
Jamás les vi las alas.
Tenían que tener alas, ¿no? Si eran como yo, si venían del mismo lugar roto que yo.
¿Dónde estaban? ¿Se las cortaron? ¿Las ocultaban? ¿Se avergonzaban?
Yo miré las mías. Todavía dolían, pero ya no sangraban. Las abrí un poco, muy
despacio. Las plumas nuevas estaban creciendo. Las heridas estaban cerrando. Tenían
cicatrices. Y sin embargo… ahí seguían. No podía esconderlas, aunque quisiera.
El crujido me sacó de mis pensamientos.
Vino de un arbusto cubierto de nieve, unos metros a la izquierda. No sonó como un
pájaro. Sonó como algo más grande. Me puse rígido. Otro crujido. Más cerca. Un leve
susurro de ramas agitadas.
Mi corazón empezó a latir más fuerte. Tragué saliva. Sentía
la garganta seca, la espalda sudada.
Otro ruido. Otro más.
Me puse de pie. Mi cuerpo temblaba entero. Algo estaba allí. Algo me observaba. Me
hice hacia atrás. No podía correr. No debía. Belfegor me había dicho que no me
moviera.
Y entonces lo vi.
Una silueta saltó entre los arbustos.
No esperé a ver qué era. No esperé a confirmar si tenía colmillos, garras o mil ojos. Salí
corriendo.
Corrí sobre la nieve, resbalándome, sin dirección, sin mirar atrás. Los pies me dolían. El
frío se clavaba como agujas en mis talones. Los copos me golpeaban la cara.
Corrí y
corrí hasta que… ¡bam!
Choqué con un muro.
O no. Era Belfegor.
Reboté contra su pecho y caí de culo en la nieve. Él me miró desde arriba, con los ojos
como cuchillas.
—¡TE DIJE QUE TE QUEDARAS ALLÁ!— Me encogí. Literalmente me encogí. Sentí que el cuerpo se me volvía más pequeño. El
contraste de altura era ridículo. Él medía 2.14 metros. Yo, apenas 1.75. Era como si me
regañara una torre.
Pero entonces…
Otro crujido. Más fuerte. Otra vez el arbusto.
No lo pensé.
Me lancé sobre él.
Leviatán: 1 metro setenta y cinco de puro pánico. Belfegor: una montaña
malhumorada. Me trepé a él como si fuera una columna griega, me agarré a su cuello,
envolví mis piernas en su cintura y mis alas, traicioneras, se desplegaron para cubrirnos
a los dos.
—¡Qué demonios…! —gruñó él, soltando el animal que traía colgado.
A lo lejos, Behemoth apareció, cargando un bulto sangrante —un jabalí, creo— y nos
miró.
Y se rió.
Se rió como si hubiera visto el mejor show del mundo.
—¿De esa mierda te asustaste? —se carcajeó.
Del arbusto salió la criatura. Pequeñita. Peluda. Blanca. Orejas largas.
Un conejo.
Un conejo blanco. Tan inofensivo que parecía un adorno de porcelana.
—¡No te va a hacer nada, bájate de encima, carajo! —rugió Belfegor, mirándome de
reojo.
Yo, pegado a él como una lapa, susurré:
—No quiero… —
Belfegor resopló con el alma. Me cargó como si yo pesara lo mismo que una bolsa de
pan y me sostuvo con una sola mano, como si llevarme fuera lo más molesto que le
había pasado en la semana.
Behemoth seguía riéndose mientras recogía el conejo por las orejas. El animal pateaba
el aire, sin hacer ruido y volvia a dejarlo en el suelo.
—Dios, esto es ridículo—gruñó Belfegor, y empezó a caminar de regreso.
Cuando llegamos a la casa, yo seguía en su brazo, tieso como una tabla. Behemoth
entró primero, agachando la cabeza para no partirse el cráneo con el marco. Luego
pasó Belfegor, que me dejó caer en un sillón como quien lanza una mochila. Yo me
hundí entre los cojines, temblando.
Mis alas se plegaron despacio a mis costados.
El conejo, que nadie había invitado, nos había seguido.
Belfegor lo vio por la ventana. Estaba parado justo frente a la puerta, tiritando,
mirándonos.
—Tch —resopló, y cerró la puerta en su cara.
Silencio...
Cinco segundos después, la volvió a abrir.
El conejo seguía ahí.
Lo agarró de un manotazo, lo metió dentro, lo puso en el suelo con una brusquedad
irónica y volvió a cerrar la puerta con un portazo que hizo temblar los marcos.
El conejo se escondió debajo del sillón.
Justo debajo de mí.
Me acurruqué, con los pies todavía helados, las alas entumidas, el corazón cansado. Y
aun así, por alguna razón, sonreí.
El conejo se acercó y apoyó la cabeza en mi tobillo.
No se movió más. Era cálido.
Me sentí un poquito menos solo.
Behemoth entró en la cocina con su jabalí. Belfegor arrastró el ciervo. Se escucharon
cuchillos, golpes, insultos. Yo no me moví. Cerré los ojos.
Y por primera vez en días…
Me quedé dormido en paz.
atravesando un campo de batalla cubierto de nieve teñida de sangre, rodeado de los cuerpos caídos de sus "compañeros". Descalzo y herido por el frío, observa cómo de la piel de los muertos brotan lirios asiáticos, símbolos de una extraña y mortal transformación.
ADVERTENCIAS: Temas muy delicados y explícitos (abuso sexual, maltrato, conductas autolesivas y más), escenas sexuales, violentas, sangrientas, tortura, etc.
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