Desorientada, Jana salió a la superficie y se encontró en medio del océano, con una isla apenas visible en el horizonte. Jade no estaba por ninguna parte.
Inspiró profundamente, su determinación endureciéndose. El orbe estaba perdido, y Jade en algún lugar del tiempo. Pero ella lo encontraría. Pondría todo en orden. Con brazadas firmes, nadó hacia la isla, preparada para lo que fuera.
Las brazadas de Jana la acercaban más a la isla, el rocío
salado del mar se mezclaba con el sudor de su frente.
Cuando se impulsó hasta la orilla, sus músculos gritaban de dolor, pero no
podía permitirse descansar. El orbe estaba ahí fuera. Y su hermano también.
La isla estaba cubierta de vegetación densa, el dosel de hojas bloqueaba gran parte de la luz solar. Jana se detuvo a recuperar el aliento, observando su entorno por si encontraba alguna señal de Jade o del orbe. Había aterrizado en un lugar y tiempo desconocidos. Su prioridad era ubicarse.
Usó su comunicador de muñeca y activó el localizador
temporal.
El dispositivo emitió un zumbido suave, y una proyección holográfica mostró un
mapa de la isla y del área cercana , la imagen parpadeaba y se distorsionaba
sin cesar, recalculando la posición como si el sistema no pudiera fijarse en un
punto estable en el tiempo.
La señal del orbe era débil, pero detectable; posiblemente porque estaba
sumergido en algún punto del océano.
—¡Mierda! —murmuró, con frustración. Recuperar el orbe del fondo del océano sería un desafío... pero no imposible.
Decidida, avanzó hacia el interior en busca de terreno más
alto. El terreno de la isla era escarpado, con inclinaciones pronunciadas y
formaciones rocosas.
Su entrenamiento como agente de campo fue esencial: se movía con agilidad y
seguridad a pesar del terreno.
Desde la cima de una colina baja encontró lo que buscaba, una
vista clara de la costa y un sendero que descendía hasta una pequeña aldea
encajada en una cala.
El humo de los fuegos de cocina se elevaba perezosamente, y podía oír sonidos
lejanos de actividad humana.
El sendero se retorcía entre la jungla, cubierto por ramas que filtraban la luz del atardecer. Jana avanzaba con paso rápido, guiándose por el humo que había visto desde la colina. A medida que se acercaba, los sonidos humanos —risas, voces, pasos— se hacían más nítidos.
Jana aceleró el paso y pronto el camino desembocó en un
pequeño claro.
Allí se encontraba una aldea sencilla, con chozas de madera y paja. La gente se
ocupaba de sus tareas vespertinas.
Se detuvo a observar, notando los elementos anacrónicos que revelaban que esa isla no era del todo ordinaria: la ropa, las herramientas… todo sugería una mezcla de orígenes y épocas. Era imposible adivinar en qué parte —o momento— del mundo estaba.
Se acercó a la choza más próxima, donde una mujer sacaba
agua de un pozo.
La aparición de Jana la sobresaltó, pero se recompuso con rapidez.
—Vengo en paz, —saludó Jana, con voz firme pero suave—. Necesito ayuda. Mi barco naufragó cerca de la costa y me separé de mi tripulación.
La mujer la miró con recelo, tomando nota de su aspecto desaliñado y su ropa en mal estado.
—Vete, mendiga —espetó.
Jana, rápida, le ofreció un pendiente que llevaba puesto. La expresión de la mujer se suavizó. La invitó a pasar.
Jana la siguió al interior de la choza, donde ardía una
pequeña hoguera.
La mujer se presentó como Elara y le ofreció un cuenco de estofado.
Mientras comía, Elara le hizo preguntas sobre el supuesto naufragio, y Jana
improvisó una historia creíble, omitiendo cualquier mención de los viajes
temporales o su verdadera misión.
Cuando Elara mencionó una taberna donde a menudo se refugiaban los viajeros, Jana se interesó al instante. Era el lugar perfecto para reunir información y quizá encontrar a alguien que pudiera ayudarla a recuperar el orbe.
—Gracias por tu… hospitalidad —dijo Jana, dejando caer la palabra como quien sabe que ha pagado por ella—. ¿Puedes decirme cómo llegar a esa taberna?
Elara asintió, dándole indicaciones.
—Ten cuidado. Hay muchos que se aprovecharían de una forastera, sobre todo
vestida así.
Le entregó una capa que la hacía parecer aún más desaliñada de lo que ya
estaba.
Jana se encaminó hacia la taberna sin mirar atrás. El pueblo se fue apagando mientras caía la noche, y ella caminaba con determinación, su mente ya trazando el siguiente paso.
La taberna estaba llena de vida, en marcado contraste con la
tranquilidad exterior del pueblo. Risas y música salían al exterior, y el aroma
a cerveza y carne asada llenaba el aire.
Jana empujó la pesada puerta de madera y entró, atrayendo miradas curiosas al
instante. Escaneó la sala y se acercó a la barra, atrapando la atención del
corpulento tabernero.
—Una cerveza, por favor… y tal vez algo de orientación —dijo Jana, dejando caer
unas monedas sobre la barra con gesto medido. —Busco a alguien que conozca bien
estas aguas.
El tabernero evaluó las monedas antes de asentir. Sirvió una jarra y se la entregó, señalando con la cabeza a una mesa en la esquina, donde un marinero canoso bebía solo.
—Rodrick es tu hombre. Conoce estas aguas mejor que nadie.
Jana agradeció y se dirigió hacia la mesa con su jarra en la
mano.
—¿Te importa si me siento?
Roderick alzó la vista, la recorrió con descaro y escupió al suelo. —¿Vienes a vender algo, guapa? Porque si es compañía lo que ofreces, ya he pagado de sobra esta semana.
Jana no se inmutó y sostuvo su mirada sin pestañear.
—Busco algo valioso que se perdió en el mar. Necesito a un marinero con
experiencia para ayudarme a encontrarlo.
Roderick soltó una carcajada ronca y burlona, golpeando la
mesa con la palma.
—¿Una mujer detrás de un tesoro? Eso sí que no lo había visto nunca.
La mandíbula de Jana se tensó.
—¿Has oído hablar de una joya…?—Dudaba de si continuar la frase, si aquel
hombre conocía lo que estaba a punto de mencionar, significaba que el orbe… y
quizás su hermano… ya habían pasado por allí.
Pero si no sabía de qué hablaba, entonces quizás ella había llegado primero, y
no habría forma de saber cuántos años podrían pasar hasta que sus caminos se
cruzaran otra vez. Si ese era el caso, no habría búsqueda que organizar, ni
plan que trazar… solo tiempo vacío, días que se convertirían en décadas.
Podía envejecer… y morir en aquel rincón del mundo sin que nadie apareciera.
Entre el forcejeo y el destello del vórtice, no había alcanzado a ver quién cruzó primero.
Roderick soltó una carcajada áspera, echándose hacia atrás en la silla.
—¿Una joya? Bah… he oído hablar de miles de joyas, si eso es lo que me traes… —la recorrió con la mirada, lento, y justo cuando iba a soltar otra grosería, Jana lo interrumpió.
Reunió todo su temple, y dejando que el peso de la duda le apretara el pecho, alzó su voz por encima del ruido de la taberna:
—Una joya cuyo resplandor no es de este mundo…azul……como el reflejo del cielo antes del alba.
El rostro de Roderick cambió al instante. Sus ojos se entrecerraron, y la sonrisa chulesca se borró como humo al viento.
—La lágrima de la sirena —murmuró, casi sin aliento. Se inclinó hacia adelante, más serio. —¿Y qué sabes tú de eso? Muy pocos conocen de ese tesoro.
Jana mantuvo el rostro sereno, pero medía cada palabra como quien pisa hielo fino.
—No llegué a estas costas por casualidad. Sé que está cerca. Pero sola no puedo alcanzarla.
Roderick la miró largo rato, como si tratara de adivinar qué tanto era verdad y cuánto embuste.
—¿Y qué me das, si te llevo? —espetó—. ¿Una sonrisa? ¿Una caricia bajo cubierta?
—Te doy parte de la joya. Y el derecho de decir que navegaste donde otros no se atrevieron —respondió sin alzar la voz.
Eso lo hizo callar. Por un momento.
Después escupió a un lado, y se presentó sin ceremonia:
—Roderick.
—Jana.
—Zarpamos al alba. Si no vienes, no te buscaré. Y si me estás mintiendo... que los peces se queden con lo que quede de ti. —Se rió entre dientes, tosco y viejo, con una mueca más que una sonrisa.
Jana no respondió. Se levantó con calma, la mirada al frente, y salió de la taberna sin volver la vista atrás. Sabía que la seguían con los ojos, que cuchicheaban entre dientes al verla marchar. Lujuria, sospecha, hambre... eso era lo que leía en las miradas de los parroquianos.
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