La lluvia caía con constancia sobre Arcelia, tiñendo el pueblo de un tono grisáceo y apagando el polvo que normalmente danzaba con el viento. El sonido del agua repiqueteaba contra los techos de teja roja, formando pequeños riachuelos que se deslizaban hasta las calles empedradas, convirtiéndolas en un laberinto de charcos y lodo.
Desde la ventana del cuarto de invitados en la casa de María, Nil observaba la escena con el ceño ligeramente fruncido. Las gotas resbalaban por el vidrio, deformando la imagen del pueblo y dándole un aire casi irreal, como si todo allá afuera fuera parte de un sueño brumoso.
La plaza central, usualmente animada con el ir y venir de los pobladores, parecía adormecida bajo la lluvia. El quiosco se erguía en el centro, sus barandales oscuros reluciendo por la humedad, y los bancos de piedra permanecían vacíos, con pequeños charcos formándose a sus pies.
La jefatura, al otro lado de la plaza, tenía su puerta cerrada, aunque una tenue luz amarillenta parpadeaba tras las ventanas. A pesar del mal clima, Giovanni y sus hombres probablemente seguían dentro, ocupados con informes o simplemente esperando a que la tormenta cediera.
Más allá, la iglesia de San Sebastián dominaba la escena con su fachada de cantera ennegrecida por el agua. Desde la altura del segundo piso, Nil podía ver cómo el padre Esteban cruzaba apresurado el atrio, sujetándose el sombrero para que el viento no se lo arrebatara.
Un relámpago iluminó por un instante las calles desiertas, arrancando reflejos plateados de los techos y las ventanas encharcadas. Nil siguió con la mirada las gotas deslizándose por el cristal, escuchando el incesante tamborileo de la lluvia contra la madera del tejado.
No le molestaba la lluvia. Al contrario, le traía recuerdos. De caminos embarrados, de noches frías bajo un refugio improvisado, de pisadas amortiguadas en la humedad…
De huidas en la oscuridad.
Nil entrecerró los ojos, volvió su mirada al interior de la habitación. El cuarto en el que se encontraba era pequeño, pero tenía lo necesario. Las paredes de adobe encalado reflejaban la tenue luz que entraba por la ventana, dándole un aire sobrio, sin adornos innecesarios. Contra una de ellas, una cama individual con un colchón sencillo descansaba bajo una manta de lana, gruesa, pero áspera, el tipo de tela que resistía el frío más que ofrecer comodidad.
Junto a la cama, una silla de madera que crujía con el peso de Nil, y un pequeño buró donde descansaban una lámpara de aceite y un vaso de agua a medio beber. La madera oscura del mueble estaba desgastada en las esquinas, señales del paso del tiempo y del uso constante.
En la esquina opuesta, un baúl de madera con herrajes oxidados servía como improvisado espacio de almacenamiento. Una camisa doblada descansaba sobre él, probablemente dejada ahí por María, quien, a pesar de su actitud despreocupada, siempre se aseguraba de que los demás tuvieran lo necesario.
El aire dentro de la habitación estaba impregnado con el olor de la lluvia, mezclado con el aroma tenue de la madera húmeda y el aceite quemado de la lámpara. Cada cierto tiempo, el viento golpeaba contra la ventana, haciendo vibrar el cristal con un susurro inquietante.
Nil inspiró hondo y apoyó el codo en el alfeizar de la ventana. El sonido de la lluvia era hipnótico, casi tranquilizante, pero su mente no encontraba descanso. Su herida ya no era un impedimento, secretamente había estado planeando marcharse la siguiente semana.
No podía estar mucho tiempo en el mismo lugar, no le gustaba, pero ahora había dos malditos problemas, el principal, el alguacil Roberto. Nil sabía identificar un problema cuando lo veía, y cada fibra de su ser le advertía que él, no se comparaba a ninguno de los desafíos que había superado hasta ahora.
La mañana siguiente del interrogatorio, Roberto se había ido con dirección a Iguala en busca de pistas sobre el Espectro Negro.
Pero antes de marcharse, le dejó esa maldita advertencia.
“No se aleje demasiado, boticario. Si lo hace… iré a buscarlo.”
Nil se pasó una mano por la cara con fastidio. En un principio, no se habría intimidado por un señor de por lo menos cincuenta años.
Pero el problema no era Roberto.
Era el chisme.
Los rumores habían revivido como pólvora en llamas.
“Que sí es un sospechoso.”
“Que sí es parte de la gavilla del Espectro Negro.”
“¡Que sí es el mismísimo Espectro Negro!”
Nil exhaló por la nariz, conteniendo su irritación.
¿Cuál era el problema?
Que, si se iba ahora, solo confirmaría esas sospechas.
“El que nada debe, nada teme, ¿no?”
Nil abrazó sus piernas con frustración, por eso odiaba asentarse en algún pueblo, cada habitante de Arcelia había visto su rostro por lo menos una vez, si se marchaba ahora, habría cientos de carteles pegados por todo el estado buscándolo, como “persona de interés”
—Persona de interés, mis huevos.
Los Zanates lo habían entrenado desde niño para evitar estas situaciones.
¿Se estaría relajando por la edad?
“La confianza es la perdición” le repetían.
Y ahora, por confiarse, estaba atrapado en un maldito pueblo, Nil sintió la mandíbula tensarse.
Si hubiera matado a los oficiales del banco, no habrían dado la voz de alarma.
Si no me hubieran herido, no habría sido tan lento.
Si hubiera estado más atento en el camino, habría evitado ese maldito asalto.
Si hubiera tenido su revólver a la mano, esos tres infelices no me habrían tocado.
Y todo por un par de utensilios de cerámica vieja y usada.
Pero no. Nada de eso fue lo que me jodió.
Nil cerró los ojos un instante.
Fue ese maldito alguacil.
Que se metía en lo que no le importaba.
Que revolvía sus cosas.
Que descubrió esa maldita carta.
Nil apretó los dientes con fuerza.
Sintió un sabor metálico en la boca.
Estaba enojado.
Nada le había salido bien en el último mes.
Y lo peor…
Él ya no debería cometer errores de principiante.
Nil quería gritar, quería romper algo. Pero la rabia solo hace que te equivoques más.
Así que respiró hondo.
Inhaló. Contó hasta cuatro. Exhaló.
Una y otra vez, hasta que su mente se enfrió.
Hasta que pudo ver la situación como lo que era: una partida de ajedrez.
Abrió los ojos.Si quiero salir de aquí, debo deshacerme del alguacil.
Pero no podía matarlo.
Eso solo haría que otro lo reemplazara.
¿Y si el siguiente era peor?, podría acabar muerto.
Nil apretó la mandíbula.
Necesito distraerlo.
Pero ¿cómo?
Si empezaban a haber problemas justo después de queel boticarioapareció, la respuesta sería obvia.
Rascó con la uña el alfeizar de la ventana.
¿Robar ganado y perderlo en las montañas? No… si desaparecen animales justo ahora, podrían ponerme vigilancia.
Nil chistó la lengua.
—Tal vez lo estoy atacando mal.
Se enderezó un poco, con los ojos entrecerrados.
—El alguacil hace su trabajo. Pero es fácil de provocar.
¿Qué podría hacer para que me deje tranquilo?
Y entonces…
Recordó.
Cuando lo tocó. Cuando reaccionó. Al principio pensó que había sido una casualidad.
Pero no.
El alguacil tenía sensaciones que no podía controlar.
Nil sonrió con una lentitud exasperante.
Si no puedo deshacerme de él… haré que él quiera deshacerse de mí.
Sí. Ese hombre debía ser el típico católico devoto. Si lo incomodaba lo suficiente…
Si lo seguía molestando con miradas y contactos descuidados…
Tarde o temprano, él mismo se alejaría, incluso, podía ser que el mismo alguacil lo echara a patadas del pueblo.
Si el alguacil me echa, no me habré ido por voluntad, ¿verdad?
Nil arqueó una ceja con diversión.
Y sacarlo de quicio es más fácil que quitarle un dulce a un niño.
La sonrisa se ensanchó.
Ya tenía un plan. Y lo mejor de todo…
Era que iba a divertirse en el proceso.
Afuera, la noche cubría Arcelia con un manto de sombras inquietas. El pueblo dormía bajo el cielo oscuro, solo interrumpido por el parpadeo intermitente de los faroles de aceite que iluminaban la plaza con una luz temblorosa. El aire estaba denso y pesado, como si la misma oscuridad lo hiciera más espeso, más difícil de respirar.
A lo lejos, el sonido de un zanate nocturno rompía el silencio, su canto áspero resonando entre las callejuelas. El viento soplaba en ráfagas ligeras, arrastrando consigo el olor a tierra húmeda y madera envejecida, recordando que el pueblo entero estaba envuelto en una calma engañosa.
Nil avanzó con paso relajado, sus botas resonando contra la tierra compacta mientras se acercaba a la jefatura. Desde el exterior, el edificio parecía más oscuro de lo normal, con solo un par de luces encendidas filtrándose por las ventanas. La puerta de madera crujió levemente cuando la empujó, y el sonido se expandió por el interior, anunciando su llegada.
Dentro, el ambiente era más cálido, pero no por ello menos tenso. El olor a tabaco y pólvora impregnaba el aire, mezclándose con el aroma de papel viejo y cuero gastado. El tic-tac del reloj en la pared era el único sonido constante, marcando el paso del tiempo con una precisión casi burlona.
La jornada estaba por terminar.
Pero para Nil, era el momento perfecto para iniciar su primer movimiento. Nil entró con la misma expresión de siempre, relajado, como si no estuviera a punto de lanzar una bomba en esa oficina.
—Boticario. —Noé fue el primero en notarlo, arqueando una ceja. — ¿Qué haces aquí tan tarde? —Pregunto el oficial de pie al lado de su asiento, tomando sus cosas para marcharse.
Nil se encogió de hombros y cruzó la mirada con Giovanni, la puerta de su oficina estaba abierta, el alguacil ordenaba documentos con la pobre luz vibrante de algunas lámparas.
—Vengo a levantar una denuncia oficial. —Dijo, con un tono que era demasiado casual para alguien que hablaba de un asalto.
Giovanni levantó la vista, sorprendido.
—¿Ahora si quieres cooperar?
—Siempre he cooperado, Alguacil. Solo quería hacerlo en el momento adecuado.
Giovanni se cruzó de brazos, analizando cada una de sus palabras. Pero al final, asintió con satisfacción.
—Bien. Toma asiento con Rafael. Él tomará tu declaración.
El boticario no tuvo ni que voltear para saber que Rafael no estaba nada contento con la idea, era tarde, quería irse a casa, lo último que quería hacer era lidiar con Nil y sus relatos, que más que eso, parecían acertijos, no obstante, Nil no se movió.
—No.
Giovanni frunció el ceño.
—¿Cómo qué no?
Nil entrecerró los ojos con una sonrisa lenta.
—Declararé. Pero solo a usted alguacil. En privado.
El ambiente cambió.
Noé y Rafael intercambiaron miradas. Eso no era lo usual.
—No me digas que te da vergüenza, Boticario. —Rafael soltó una risa. — Si solo es contar lo que pasó.
—Algunas cosas no se cuentan frente a cualquiera. —Nil ladeó la cabeza, su tono tan tranquilo como siempre. — Si quieren mi testimonio, será con él, en privado.
Giovanni chascó la lengua con impaciencia. Aunque, había tenido casos así antes, víctimas que no querían hablar en público por miedo a represalias o simplemente porque la historia era demasiado personal.
Además, si Nil hablaba… podría confirmar si de verdad estaba limpio o no.
Tal como Nil lo esperaba, el alguacil estaba debatiendo la situación mentalmente.Tan predecible, pensó el mercenario.
—Si me recibe, le contaré… —Hizo una pausa, bajando la mirada con fingida ansiedad, llevando la mano a su costado herido, como si le costara admitirlo. —Le contaré cómo me hice esto.
El silencio se alargó. Giovanni lo miró con recelo.
Por un momento, Nil pensó que el alguacil rechazaría la oferta. Pero, al final, mordió el anzuelo.
—Está bien. —Giovanni cerró el expediente con firmeza y se puso de pie. — Rafael, Noé, pueden irse.
El alguacil caminó hasta la sala común donde Nil estaba esperando y los otros oficiales se dirigían a la salida. —Adelante. — Pidió el alguacil al boticario.
Nil esbozó una sonrisa apenas perceptible.
Paso uno: Quedarse a solas con el alguacil.
Cumplido.
Nil cruzó el umbral de la oficina con la misma calma de siempre, como si estuviera en su propia casa. Sus pasos resonaron contra el suelo, mezclándose con el leve crepitar de las lámparas de aceite, las únicas luces que combatían la oscuridad de la noche.
Giovanni entró detrás de él, y con un empujón distraído dejó la puerta sin cerrar del todo mientras caminaba hacia su escritorio.
Pero antes de que pudiera llegar a su asiento, el sonido seco de la puerta cerrarse lo hizo detenerse en seco.
Se giró.
Nil se había quedado apoyado contra la puerta, con su cuerpo relajado, ambas manos estaban detrás de su espalda sosteniendo el picaporte. Su postura no era amenazante… pero tampoco inocente.
Y sus ojos…
Sus ojos lo estaban mirando como si fuera su presa.
Las sombras en la oficina eran alargadas y temblorosas, proyectadas por la luz parpadeante de las velas sobre los estantes llenos de documentos y el viejo mapa del estado clavado en la pared. El ambiente era cerrado, denso, el aroma a papel viejo y cera quemada mezclándose con el de cuero y pólvora.
Giovanni sintió cómo su propio cuerpo se tensaba instintivamente, pero no apartó la mirada.
—¿Tienes alguna razón para cerrar la puerta? —preguntó con voz baja, midiendo cada palabra.
Nil sonrió apenas, empujándose sutilmente de la madera para avanzar un paso.
—Claro. —Su tono era ligero, como si la respuesta fuera obvia—. No quiero interrupciones.
¿Interrupciones? Noé y Rafael ya se habían marchado.pensó el alguacil. Pero, la única respuesta de Giovanni fue un suspiro lento, la exhalación de alguien que ya empezaba a perder la paciencia.
Caminó hacia su escritorio y tomó asiento, con su pluma en mano.
—Bien. —Su voz sonó firme, aunque por dentro se sentía como si estuviera a punto de entrar en un juego que no entendía del todo—. Empieza desde el principio.
Nil sonrió un poco más.
Porque, aunque Giovanni aún no lo sabía… Ya estaba dentro del juego.

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