---CAPITULO 2---
INT. CAMAROTE DEL BARCO – AMANECER
El suave balanceo del barco era casi imperceptible, un vaivén rítmico que, lejos de ser molesto, resultaba hipnótico. Aquel movimiento, sin embargo, fue suficiente para sacudir a Caliop del letargo.
Un aliento cálido y húmedo sobre su rostro. Luego, una lengua áspera.
—Ugh… —gimió, apartando un poco la cara.
Dagmar insistió, removiendo su cola con entusiasmo.
Caliop abrió los ojos lentamente, desorientada. La luz tenue del amanecer se filtraba a través de un ojo de buey, iluminando las partículas de polvo suspendidas en el aire. El techo bajo, la madera gastada, el olor a salitre y humedad. Definitivamente, no estaba en su cama.
—¿Dónde estamos…? —murmuró, con voz adormilada, llevando una mano a su frente.
Desde un rincón del camarote, Max, el mendigo, respondió con su tono áspero y tranquilo, sin siquiera moverse de su posición.
—Rumbo a Siberia.
Caliop soltó una risa incrédula y, sin fuerzas, se dejó caer de nuevo en el colchón. Todo parecía tan absurdo.
—Claro… ¿Por qué no? —musitó, cubriéndose con una manta raída.
El camarote era angosto, con paredes de madera que crujían al compás del oleaje. Sobre la mesa, unos mapas antiguos estaban desparramados entre botellas medio llenas y utensilios de viaje desgastados. Dos mochilas pesadas descansaban en la esquina, mostrando signos de haber recorrido demasiados caminos.
El aire estaba cargado de humedad y salitre, un aroma que se entremezclaba con el leve perfume del cuero envejecido de la mochila de Max.
Aún medio dormida, Caliop se frotó los ojos y se incorporó lentamente. Se acercó al ojo de buey y apartó el cristal empañado con la palma de la mano. El océano se extendía infinito, reflejando el tenue resplandor del amanecer.
En la distancia, la silueta de un gran buque se recortaba contra el horizonte. Demasiado grande, demasiado oscuro.
Algo en esa imagen le produjo un escalofrío.
—¿Pero dónde estamos… realmente? —preguntó en voz baja, sin apartar la vista.
Max se levantó con movimientos pesados pero sin prisa, acercándose hasta quedar junto a ella. Sus ojos, como si vieran más allá del agua, se clavaron en la silueta del barco lejano.
—Nos dirigimos a la taiga de Siberia oriental —dijo con calma.
El viento sopló contra la ventanilla, sacudiendo ligeramente el vidrio con un murmullo grave. Como si la misma brisa supiera que estaban cruzando un umbral invisible.
Uno que no deberían haber cruzado.
El barco se balanceaba suavemente, su estructura crujía con cada oleada y el golpe del agua contra el casco marcaba un ritmo monótono, hipnótico.
Caliop permanecía acurrucada en la cama, inmóvil, como si al no moverse pudiera detener el tiempo y la realidad que la esperaba más allá de esas paredes de madera. Dagmar, el perro de Max, dormía plácidamente a sus pies, su respiración acompasada con el vaivén del barco.
El camarote tenía el aroma denso de la sal y la madera húmeda. En la esquina, dos mochilas voluminosas, cubiertas de polvo y cicatrices de viaje, descansaban en el suelo como testigos silenciosos de incontables trayectos. Sobre la mesa, un caos organizado: mapas arrugados, cartas dispersas y utensilios desgastados, como si aquel espacio no fuera un hogar, sino una simple estación de paso.
Max estaba en un rincón, inclinándose sobre un pequeño hornillo portátil. El aroma a café recién hecho comenzó a llenar la habitación, desplazando por un instante el aire denso de incertidumbre. El vapor ascendía lentamente cuando la cafetera emitió su silbido característico, rompiendo el silencio. Max vertió el líquido oscuro en dos tazas metálicas, la luz de la mañana reflejándose en la superficie humeante.
Con calma, se acercó a la cama, sosteniendo una de las tazas frente a Caliop.
Max (con voz suave pero firme):—Toma, lo vas a necesitar.
Desde las profundidades de la manta, Caliop extendió un brazo y tomó la taza sin levantar la vista, como si el simple acto de aceptarla la volviera cómplice de la realidad. Sostuvo el metal entre sus manos, permitiendo que el calor del café penetrara su piel antes de llevarlo a los labios. Finalmente, se incorporó con lentitud, su expresión atrapada entre la incredulidad y la resignación.
Mientras ella tomaba pequeños sorbos, Max caminó hasta el armario del camarote y sacó un abrigo grueso, ropa de montaña y botas de invierno, colocándolos con cuidado sobre una silla. La tela resistente y las costuras reforzadas contrastaban con su larga y vieja gabardina, la cual colgaba sobre sus hombros como una segunda piel, un recordatorio de su pasado. Ya no había mendigo aquí, solo un hombre que conocía su propósito.
Tomó un sorbo de su café, sin prisa, su mirada perdida por un instante en el vapor que ascendía. Un par de gotas resbalaron por su barba, y sin darle importancia, las limpió con el dorso de la mano. Luego, sin esfuerzo aparente, levantó una de las pesadas mochilas, ajustándola sobre su hombro. Su atención se dirigió de nuevo a Caliop, quien seguía con la taza en las manos, como si el calor del café fuera lo único que la anclaba a ese momento.
Max (con voz decidida, pero sin presionar):—Cuando estés lista, cámbiate. Hay ropa en la mochila, y algo de comida en el armario. Luego, trae tu mochila. Dagmar sabrá encontrarme.
Dicho esto, Max se dirigió a la puerta, la abrió con calma y la cerró tras de sí, dejando tras de él un silencio absoluto.
Caliop permaneció inmóvil unos segundos, observando la puerta cerrada como si al hacerlo pudiera descifrar algo de lo que estaba ocurriendo. Luego, sus ojos se posaron en Dagmar, que la miraba con esa serenidad inquebrantable, la cabeza ligeramente inclinada, como si realmente comprendiera la gravedad del momento.
Caliop (en voz baja, con una sonrisa irónica):—No sé cómo lo soportas.
Dagmar movió la cola con un leve balanceo, como si respondiera con una verdad que ella aún no podía entender, y luego volvió a tumbarse en la cama.
Caliop exhaló lentamente y miró la mochila sobre la silla, el peso del cambio que se avecinaba. Luego, finalmente, su mirada se deslizó hacia el ojo de buey, donde el mar se extendía sin límites, reflejando la fría realidad de lo inevitable.
Era hora de moverse.
Plano amplio.
El gran buque yace en el puerto, su casco de acero aún brilla bajo el sol matutino, rodeado de marineros que se mueven con la familiaridad de quienes han hecho del mar su hogar. Una pasarela estrecha conecta el barco con el muelle, crujiente y desgastada por el uso constante. A lo lejos, la vida bulle en el puerto pesquero: redes extendidas, barcos atracados, y gente apresurada entre mercados y almacenes.
Primer plano.
Max camina con paso firme, su figura oscura y decidida se recorta contra la luz, el viento sacudiendo ligeramente su larga gabardina. El barco se mece bajo sus pies, pero él avanza sin vacilar, como si su equilibrio fuera infalible.
Detrás, Caliop lo sigue sujetando con ambas manos las barandillas de la pasarela. Su paso es cauteloso, casi inseguro, cada movimiento cargado de incredulidad y desconcierto. Observa el puerto, intentando comprender cómo llegó a este punto, a esta realidad tan distinta a la que conocía. Todo parece un sueño difuso, un recuerdo borroso de la noche anterior en un bar, bebiendo y riendo sarcásticamente ante lo absurdo de hablar sobre trolls y destinos desconocidos.
Dagmar, el perro, es el último en cruzar. Camina lentamente, deteniéndose a olfatear cada rincón, como si el puerto fuera un libro abierto lleno de historias por descubrir. Su pelaje blanco resplandece bajo el sol, y de repente da unos saltos alegres, celebrando su llegada a tierra firme, para detenerse enseguida, vigilante y atento.
Max avanza sin mirar atrás, en dirección al pueblo pesquero. Es un asentamiento modesto, con casas de madera desgastada, chimeneas humeantes que impregnan el aire con olor a salitre y pescado. Un lugar de trabajo duro, pero también de relatos olvidados entre paredes envejecidas.
Caliop, impulsada por la desesperación y la necesidad de respuestas, tira con fuerza de la mochila de Max, haciendo que el hombre se detenga abruptamente.
Caliop: (exasperada) ¿Sabes que ni siquiera recuerdo cómo llegué al barco?
Max se detiene y, sin volverse del todo, la observa de reojo con una calma inquietante.
Max: (con tono bajo y tranquilo) Te recuerdo que subiste al barco por tu propio pie. Cuando estás borracha… te conviertes en algo más intrépida. Y cuando te quedaste dormida, Dagmar se encargó de ti, casi te arrastró hasta la orilla. Digamos que es un perro con cualidades únicas.
Caliop, incapaz de contener una sonrisa irónica, ríe entre dientes, sacudiendo la cabeza como si ya nada pudiera sorprenderla.
Caliop: (con una sonrisa irónica) A estas alturas, ya no me sorprende nada. (Mira a Dagmar, que la observa atento, como si también entendiera su tono) ¡Empezabas a caerme bien! (Le gruñe juguetonamente).
Dagmar agacha las orejas, pero se queda quieto, esperando su próximo movimiento. Su mirada parece decir que entiende mucho más de lo que Caliop podría imaginar.
Max, observándolos, suspira con paciencia, como un adulto frente a dos niños traviesos.
Max: (con tono firme, pero amable) Vamos, aún nos queda un largo camino. Tengo que ver a un amigo aquí. Y no olvides tu mochila. Dagmar sabrá encontrarme si te quedas atrás.
Max continúa su camino sin esperar respuesta. Dagmar duda un instante, mirándola, pero luego decide seguir a Max.
Caliop, tras observar cómo se alejan, suspira profundamente.
Caliop: (murmurando mientras se ajusta la mochila) Siempre con prisa, ¿eh? ¿Qué demonios está pasando aquí?
Con paso resignado, se apresura para alcanzarlos, sabiendo que, quiera o no, su vida ha dado un giro inexplicable hacia un rumbo desconocido.
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