Desperté con algo tibio sobre el pecho. Al principio pensé que era mi propia ala, pero al moverme ligeramente, sentí un peso suave que respiraba. Bajé la vista y allí estaba: el conejo blanco, dormido como si yo fuera su nido.
Estaba oscuro. La sala entera parecía respirar en silencio, envuelta en una semipenumbra que apenas dejaba ver el contorno de los muebles. Me dolía todo. Las piernas, los hombros, las alas... pero en ese momento no importaba. No tenía frío. No tenía miedo.
Me senté lentamente, con el conejo todavía encima. Se acomodó sin protestar, como si ya me conociera, como si supiera que yo no tenía fuerzas para cargar ni con mi propia historia.
Entonces lo vi.
Sentado en uno de los sillones, con las piernas cruzadas y un libro entre las manos, estaba Belfegor. El fuego tenue de la chimenea medio apagada le bañaba el rostro con sombras. La expresión de su rostro era inalterable. Concentrado. Como si el infierno mismo no fuera suficiente para interrumpir su lectura.
La Divina Comedia. Lo reconocí por la portada.
No sabía si hablar. No sabía si moverme. Solo lo observé un instante, confundido por esa escena tan fuera de lugar. Él levantó ligeramente la mirada, sin girar el cuello, solo los ojos.
—¿Por qué… dejaste al conejo? —pregunté con voz apenas audible.
—No sé —respondió, volviendo la vista al libro. Habló como si no le importara en absoluto, pero no era eso. Era otra cosa. Era... ¿incomodidad?
—¿No sabes?
—Me dio pesar. Dejarlo en el frío. Irónico, ¿no?
No respondió con sarcasmo. Sonaba seco, como siempre, pero algo en su voz era… distinto. No me atreví a preguntar más. Apreté al conejo contra mi pecho. Seguía cálido. Era, hasta ese momento, lo único en esa casa que no me generaba dudas.
La puerta del fondo se abrió. El sonido fue casi imperceptible, pero la tensión me hizo girar de inmediato.
Behemoth entró.
Vestía una camisa negra ajustada, de tela suave y pesada. El tipo de camisa que uno no se espera ver en alguien que arrastra cadáveres de ciervos. Le quedaba perfectamente, abrazando sus brazos musculosos y el pecho ancho. Se veía elegante, casi pulcro, como un cuadro mal encajado en una sala derrumbada.
Se sentó en el sillón a mi derecha. Me sentí atrapado. Yo en el centro, con un conejo en el regazo, entre dos torres que parecían hechos para aplastar todo lo que los rodeaba.
No dijeron nada.
Durante un largo rato, el único sonido era el leve crujido de las páginas al pasar.
Y entonces, sin mirarme, Behemoth preguntó:
—¿De dónde sacaste el Sariel Gun?
La temperatura de la sala bajó. No literalmente. Fue otra cosa. Una presión en el pecho. Un temblor en la columna. El conejo levantó la cabeza y olfateó el aire como si también lo notara.
No supe qué responder.
No podía decir la verdad. No podía decir "una querubina me lo dio mientras agonizaba, mientras el campo se incendiaba a mi alrededor y yo no sabía si estaba vivo o muerto." No podía decir mentir diciendo "lo encontré cuando me usaron como sacrificio."
Así que mentí.
—...No lo sé.
Behemoth giró la cabeza lentamente hacia mí. Sus ojos eran brasas oscuras.
Belfegor cerró el libro, sin ruido, como si supiera que lo que venía después requería toda su atención.
—No sabes cómo llegó a ti un arma sagrada de clase estratégica —dijo Behemoth con voz baja, pesada, como si cada palabra fuera un ancla.
—Una que solo se entrega a soldados veteranos del campo divino.
No lo dijo como una acusación. Pero lo fue. Sentí que la madera del sillón se me hundía en la espalda.
Asentí. No tenía otra opción.
—Los recuerdos del campo de batalla son… borrosos —susurré.
No sabía si lo creían. Lo dudaba.
Belfegor se inclinó un poco hacia adelante. Sus ojos eran hielo puro.
—Eres una raza pura. ¿Por qué eres tan débil?
La pregunta fue como una lanza atravesándome. Por poco no se me escapan las lágrimas.
No podía decirles. No podía explicarles que era un sacrificio. Que mi cuerpo fue modificado, sellado, controlado. Que mis poderes estaban restringidos desde el núcleo.
Así que me aferré a la parte más parecida a una verdad:
—No puedo atacar a nadie de cerca. Nunca pude.
—¿Qué? —murmuró Behemoth.
—Mi habilidad… no es para el cuerpo a cuerpo. Soy como un francotirador. Uso flechas de luz, desde lejos. Si me obligan a acercarme, soy inútil.
Mentí. Otra vez. O no del todo. Porque eso era cierto. Lo que no dije es por qué no podía luchar cuerpo a cuerpo. Lo que no dije es que mi cuerpo… simplemente se apagaba si intentaba hacerlo.
El silencio fue asfixiante.
Behemoth se reclinó, y el sillón crujió bajo su peso. Podía sentir su juicio sin que dijera palabra. El aire en la sala se había vuelto espeso, denso, cargado de algo invisible que me apretaba los pulmones.
Iba a decir algo más. Iba a intentar explicar sin confesar.
Pero entonces…
El conejo salto.
Saltó de mi regazo a mi hombro de pronto, haciéndome dar un pequeño salto del susto. Mis alas se abrieron por reflejo, rozando el respaldo. El animalito trepó como si buscara el punto más alto de mi cuerpo para montar guardia.
—¡Por favor! —dije, entre molesto y nervioso.
Y en ese momento, algo más saltó sobre el sofá, al otro lado.
Una gata. Hermosa. Gigante. Blanca, con manchas café claras. El pelaje le caía en mechones largos, esponjosos, como si hubiera sido peinada con nubes. Los ojos eran rojos. Rojos como rubíes fundidos, la misma gata que había intentado llamar aquella vez que me encontraba cerca de ese ventanal.
La gata se quedó sentada, elegante, con la cola enroscada. Observándome como si supiera todo.
—Armani —resopló Belfegor, cruzando los brazos.
Yo me quedé quieto, con el conejo en un hombro y la gata mirándome fijamente desde el otro extremo del sillón.
Mi vida era un absurdo.
Behemoth soltó una risa breve, nasal, apenas un suspiro por la nariz.
—Vaya escena... —murmuró.
Yo lo fulminé con la mirada.
—¡No es gracioso!
Ni yo me creí esa voz temblorosa.
El conejo se apretó más contra mi cuello. Armani se recostó lentamente sobre el brazo del sofá, como una reina exigiendo tributo. Me miró sin parpadear, como si supiera lo fácil que sería matarme.
—¿De dónde salió ella? —pregunté.
—De mi cuarto. No se le da la gana quedarse allá cuando tú estás aquí —masculló Belfegor.
Eso me dejó… sin palabras.
Behemoth se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas.
—Por cierto… Leviatán —dijo con esa voz que no prometía nada bueno—. Si te asustaste por eso… no imagino cómo vas a reaccionar cuando veas el tamaño de uno adulto.
Lo miré.
—¿Qué… qué quieres decir?
Él ladeó la cabeza, como si no entendiera mi confusión.
—Los conejos adultos —dijo tranquilamente— miden un metro con diez centímetros. Algunos hasta uno veinte.
Me quedé en blanco.
—¿Uno… qué?
—Uno diez —repitió—. De altura. Parados. Aunque en defensa pueden alcanzar más.
—¿en defensa?
Él me miró y sonrió con la comisura, apenas.
Yo tragué saliva.
Miré al conejo blanco que seguía hecho bolita en mi cuello. De pronto me pareció un infante de un monstruo. Un bebé dragón disfrazado de peluche.
—Me estás jodiendo —murmuré.
—No. Pero ojalá.
Belfegor se puso de pie, recogió a Armani con una mano como si fuera un abrigo y se la llevó sin decir nada más. La gata ni siquiera se quejó. Se dejó cargar como una reina aburrida.
Behemoth se recostó en su asiento y cerró los ojos.
Yo me quedé en medio del sillón, con el conejo aún pegado a mí, los pies descalzos, las alas todavía adoloridas y la cabeza llena de dudas.
Había sobrevivido a la guerra, al frío, al abandono. Pero no sabía si iba a sobrevivir a esta casa.
y peor aun, no sabia si queria irme.

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