La oficina estaba en penumbras, iluminada solo por la lámpara de aceite sobre el escritorio. El tic-tac del reloj era lo único que rompía el silencio. Eran alrededor de las 3 de la madrugada y Giovanni, con los pies sobre la madera gastada, cruzado de brazos, esperaba a Rafael para el cambio de turno.
Cuando había un reo a espera de juicio, tristemente, no podían abandonar la jefatura, en caso de que hubiera una fuga.
El calor del día aún pesaba en el aire. Y el cansancio se arrastraba sobre los párpados del alguacil, cada vez más pesado, más insistente…
Hasta que no pudo más y cerro sus ojos unos minutos, intento relajar los músculos del cuello, y hacer todo lo posible porque el cansancio disminuyera, hasta qué.
La puerta de la oficina se abrió sin hacer ruido.
Giovanni parpadeó lentamente, apenas consciente de la sombra que se deslizaba al interior, con la misma naturalidad de quien conoce el camino.
Nil.
Caminaba con su paso relajado, con esa maldita media sonrisa en los labios. Se detuvo frente al escritorio y lo observó con un brillo travieso en los ojos.
—¿Qué quieres? —preguntó Giovanni. Su voz sonó más baja, más densa.
Nil no respondió.
Solo avanzó, rodeo el escritorio, de la misma forma que lo hizo el día que había decidido levantar la denuncia.
Y antes de que Giovanni pudiera reaccionar, se subió sobre él, a horcajadas, apoyando el peso justo sobre sus caderas.
El cuerpo de Giovanni se tensó de inmediato.
Pero Nil se inclinó despacio, rodeándole el cuello con los brazos, arrastrando los dedos con pereza por su nuca.
El aire se volvió espeso. Cálido. Cargado de algo que Giovanni no podía nombrar, pero sentía arder en la piel.
—Me regresé por ti, Giovanni… —susurró Nil, con un tono que no tenía derecho a sonar así.
La voz le rozó la piel.
El aliento de Nil estaba demasiado cerca.
Demasiado caliente.
Y entonces, Nil bajó un poco más…
Más cerca.
Lo suficiente para que sus labios casi se rozaran.
Lo suficiente para que Giovanni sintiera su respiración entrecortada contra su boca.
—Me quedé por ti.
Giovanni sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
Pero antes de que pudiera hacer o decir algo…
Despertó.
De golpe.
Con el corazón martillándole el pecho.
Con la respiración demasiado agitada.
Y con el nombre de Nil atrapado en la garganta.
Se incorporó de inmediato, pasando una mano por su cara. El sudor frío le cubría la nuca.
Maldita sea.
El sonido de pasos afuera lo hizo reaccionar.
La puerta de la oficina se abrió, y Rafael asomó la cabeza con el ceño fruncido.
—Te ves fatal.
Giovanni le dedicó una mirada seca y se inclinó hacia la mesa, masajeándose las sienes.
—No es nada.
Rafael no se lo tragó.
—Has estado más irritable que de costumbre —comentó, entrando por completo y dejando su sombrero sobre el perchero—. Y eso ya es decir mucho.
—Dije que estoy bien.
—Claro. Y yo soy el presidente —bufó Rafael—. Tómate el día mañana, alguacil. Últimamente, estás más tenso que burro en cristalería.
Giovanni resopló y esta vez no discutió. Se pasó una mano por la nuca, sintiendo la tensión acumulada en los hombros.
Quizá… quizá si necesitaba despejarse.
—Está bien —murmuró finalmente—. Mañana no vengo.
Rafael parpadeó.
—¿Así de fácil?
—Si me necesitan, pueden venir a buscarme.
Rafael lo miró con suspicacia.
—¿Y qué vas a hacer con tu día libre?
Giovanni tomó su sombrero del escritorio, apretándolo entre los dedos.
—Eso no es asunto tuyo.
Y salió de la oficina, dejando a Rafael con una ceja arqueada y una sonrisa divertida.
Lo que nadie sabía…
Era que Giovanni iba a visitar la iglesia.
Y si el cielo tenía paciencia, tal vez… tal vez el cura le ayudaría a sacarse el nombre de Nil de la cabeza.

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