La vida a bordo del Serpiente de Mar era todo menos
fácil. Para muchos, el barco era una especie de hogar... aunque uno áspero,
mugriento y sin perdón.
En la cubierta principal, los marineros veteranos ajustaban cuerdas y parchaban
tablas como si el barco mismo fuese una bestia a la que había que domar a
diario. Jana no tardó en ganarse un espacio entre ellos, no por simpatía, sino
por instinto y resistencia. Sabía cuándo callar y cuándo moverse. Pero para
Roderick seguía siendo solo una herramienta más, prescindible.
Bajo aquellas tablas carcomidas, donde la luz no llegaba, el
aire era espeso y la madera lloraba con cada ola, se encontraban las cubiertas
inferiores. Allí, entre grilletes, hedor y desesperación, yacían los esclavos encadenados
y agotados, vivían para remar, sufrir y obedecer órdenes.
Rodrick, capitán por título y verdugo por vocación, gobernaba con mano de
hierro y un corazón podrido. Se alimentaba del miedo, y disfrutaba del
sufrimiento ajeno como quien bebe vino dulce.
Jana no era ingenua. Había visto cosas antes, cosas peores,
incluso.
Pero eso no hacía que esto fuera menos atroz. Aunque endurecida por sus propias
batallas, Jana no podía ignorar lo que veía.
Como agente de la OUCT, había jurado preservar la línea temporal… pero cada
noche se preguntaba cuánto daño más debía tolerar antes de intervenir. Tenía
una misión. Había venido a encontrar la Lágrima de la Sirena, recuperar el orbe
antes de que cayera en las manos equivocadas. Pero a bordo de aquel barco
—entre ratas, grilletes y gritos— los deberes la Oficina se sentían muy, muy
lejanos.
Con Roderick al mando, todo intento de búsqueda acababa en desorden, borrachera o pelea. Pero lo que más la quemaba no eran los fracasos, sino la falta de compromiso de Roderick con la misión.
Cada vez que podía, desviaba la ruta para saquear naves, para satisfacer sus propios deseos, o para atracar en cualquier puerto donde el ron, el juego o la carne lo esperaran. Cada uno de esos desvíos era tiempo perdido, tiempo en el que el orbe se alejaba, o peor: caía en manos equivocadas.
Tras su último fracaso en ubicar el orbe, el capitán perdió los estribos. Después de que una tormenta arruinara uno de sus intentos por encontrar la joya, lo perdió todo: cartas de navegación, coordenadas y el rumbo.
Fue Jana quien había insistido en adentrarse en aquella zona peligrosa. Estaba convencida de que el orbe debía encontrarse allí, pero cuando llegaron, la corriente lo había desplazado, y no estaba donde esperaba. El barco quedó a la deriva durante varios días, hasta que, con lo poco que quedó intacto tras el temporal, lograron ubicar su posición.
Rodrick no pidió explicaciones. Simplemente estalló.
Ya lo había hecho antes—insultos, empujones, algún que otro golpe cuando algo
no salía como quería—, pero esta vez se había pasado.
El primer puñetazo fue seco, directo al pómulo. Jana tropezó hacia atrás, sin tiempo para entender, y el segundo ya le alcanzaba la mandíbula. Cayó contra la madera de la cubierta, pero él no se detuvo.
—Mujer a bordo, tormenta segura. Lo dicen hasta los huesos de los ahogados —escupía entre golpe y golpe, como si se justificara ante el mar mismo.
El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. El mundo se
balanceaba, no por el mar, sino por los puños del capitán.
Y sin embargo, Jana no gritó. No lloró. Solo sintió. La madera, la sal, el
dolor. Y rabia.
Cuando al fin la dejó en paz, Rodrick se alejó mascullando, como si nada.
Esa noche, tumbada en la oscuridad, con los huesos magullados y el rostro hinchado, Jana no pensó en castigo ni en justicia. Solo en que no volvería a permitirlo.
Tan pronto como logró mantenerse en pie —los moretones aún
frescos marcando su rostro y costillas—, Jana supo que no podía esperar más. Dolía
moverse, dolía respirar… pero aún más le dolía la idea de seguir bajo su mando.
Y allí estaba su oportunidad.
Allí, en la penumbra de la cubierta inferior, con la espalda apoyada contra un barril y el cuello hundido en el cuello de una botella, estaba el artillero del Serpiente de Mar. Un hombre de pocas palabras y menos amigos, curtido por el fuego y el metal, que había aprendido a desconfiar de todo lo que respiraba.
Jana lo observó por un instante. Aquel no era un alma noble, pero tampoco leal a Rodrick. Y eso bastaba. Además, ya no gozaba del favor del capitán desde que se había atrevido a protestar por el rumbo—Rodrick había querido alargar el viaje para perseguir botines, aun cuando apenas quedaban suministros de alcohol a bordo.
Un pecado imperdonable para quien vivía más del ron que del
pan. Jana se acercó sin titubeos, arrastrando tras de sí el silencio como una
capa.
El artillero alzó la vista con desgana, entornando un ojo bajo el peso del ron.
—¿Vienes a mirar o a molestar? —gruñó, sin moverse.
—Vengo a hablar. —Su voz era baja, pero clara.
Él escupió a un lado, sin dignarse a invitarla a sentarse.
—Si es sobre ese idiota de arriba —dijo, refiriéndose a Rodrick—, ahórrate la saliva. No me pagan por escuchar lamentos.
—No vengo a lamentarme —replicó Jana, firme—. Vengo a cambiar las cosas.
El artillero alzó una ceja, apenas interesado. Jana dio un paso más.
—Quiero deshacerme de Rodrick —dijo Jana sin rodeos, sabiendo que no valía la pena andarse con rodeos ni palabras dulces.
El artillero soltó una carcajada breve y seca, como el chasquido de un cañón viejo.
—¿Y por qué, por todos los
diablos del mar, habría de jugarme el pescuezo por ti?
¿Crees que eres la primera que desea verlo muerto?
Jana se inclinó hacia él, los ojos firmes como cuchillas.
—Pero puede que sea la primera que de verdad lo haga —replicó Jana, firme.
El hombre la miró con más
atención.
Podía ver los golpes aún frescos en su rostro, el ojo medio cerrado, el labio
partido.
Y, sin embargo, ahí estaba, de pie, hablando de motines.
—Y cuando caiga, haré que te
lleves una bolsa que pese más que tu conciencia.
Más oro del que has visto en toda tu vida. — continuó
Él bebió de su botella, larga y ruidosamente, y se limpió la boca con la manga.
—¿Oro? ¿Y de dónde, pretendes sacarlo?
—De sus propios cofres —dijo ella
sin dudar—.
Sé dónde guarda lo mejor de cada saqueo. No eres el primero a quien me arrimo,
no todos en esta tripulación le juran lealtad de corazón. Hay quien ya ha oído
mis palabras y esperan… el momento.
Lo que te ofrezco es elección: remar con los que tomarán el timón… o hundirte
con quien ya perdió el rumbo.
—Podemos repartir el botín
—añadió, bajando un poco la voz—.
Piénsalo, artillero, libertad y monedas suficientes para comprar una vida lejos
del salitre.
Él la miró, ahora sin sonreír. Desconfiado, sí, pero ya no indiferente.
—Valiente lengua tienes, eso te lo concedo. Pero dime, ¿de qué me sirven montañas de oro si seguimos varados en este pedazo de océano olvidado?
Jana esbozó una media sonrisa, más sombra que gesto.
—Sin Rodrick al mando —dijo Jana, meditando cada palabra—,
esto no tiene por qué seguir siendo un agujero de podredumbre. Podrías
quedarte… o podrías largarte. Nadie te ataría. Nadie te buscaría.
Con el oro bastaría para comprarte tierra firme, una cama decente y barriles hasta la saciedad.
El artillero la miró de reojo, con expresión dura, casi incrédula.
—No te pido que confíes en mí —replicó ella, sin vacilar—.
Él gruñó, pero ya no con desprecio, sino con algo más pesado.
—¿Y cómo sé que no te volverás otro Rodrick, cegada por esa joya fantasma que tanto ansías?
Jana no respondió de inmediato. Su mirada se mantuvo firme, sin bajar el pulso.
El artillero desvió los ojos y escupió a un lado. Había algo en ella que le incomodaba: tal vez la certeza.
—¿Y qué sabrás tú del lastre que carga uno? —murmuró, más
para sí que para ella—.
¿O crees que el oro me va a curar las noches?
—No sé lo que necesitas —dijo Jana, con voz seca—.
Pero he visto a hombres soltarse de cadenas peores que esa botella.
No con rezos… sino con herramientas. Con saber.
El artillero entrecerró los ojos. La observaba como quien sopesa una daga: no por su brillo, sino por el filo oculto.
—¿Y me dirás que tú sabes de esas cosas?
—Sé lo suficiente. Y puedo mostrarte cómo se hace… si tú me das lo que busco.
—¿Y qué es eso?
—Tu pólvora —respondió—. Y tu silencio, al menos hasta que todo esté en marcha.
Él no respondió de inmediato. Sus dedos tamborileaban sobre la madera, su mirada fija en la sombra que proyectaba la botella entre sus pies.
La voz de esa botella, vieja como el mar mismo, le susurraba
al oído que no se fiara.
Pero otra voz —más débil, enterrada en él desde hacía años— empezaba, muy
despacio, a abrir los ojos.
Elara los encontró hablando entre sombras, al bajar por agua al puente inferior. No hacían ruido, pero las voces eran lo bastante claras. Se quedó quieta, oculta tras una vela enrollada, escuchando. No quería, no planeaba oír nada, pero las palabras llegaron igual. El nombre de Rodrick. Muerte. Oro.
Por un instante pensó en marcharse, fingir que no había oído nada. Pero la idea le vino de golpe: si se lo contaba, si corría ahora y era la primera en hablar, tal vez Rodrick la trataría de otra forma. Tal vez esta vez sí valdría algo. No como tripulante, no como mujer, sino como alguien.
Y no era solo eso. No solo era miedo. Era también celos. Rabia vieja. Ella también había subido a ese barco con un sueño, uno sencillo, pero suyo. Viajar, escapar, vivir del mar. Pero ese sueño se pudrió rápido. Se volvió sudor, gritos, noches con hombres mugrientos sin descanso. Se volvió esa cama que nunca pidió, ese camarote que olía a cuero sucio y a ron derramado. Solo quería que alguien, por una vez, escuchara lo que decía sin reírse. Que la vieran como a Jana. Que la dejaran caminar sin que la manosearan al pasar. Y la conversación que fluía bajo la madera esa noche entre Jana y el artillero podía ser su escapatoria.
Subió rápido por la escalera de cubierta los pies le temblaban no sabía si de miedo o de esperanza empujó la puerta sin llamar y lo encontró junto al mapa como casi siempre copa en mano mirada hundida.
—¿Capitán! —dijo, con la voz seca—.
—Habla —ordenó Rodrick, sin emoción.
—Jana y el artillero… traman algo. Un motín. Hablan de quitarle la vida.
—¿Un motín, eh? Yo mismo me encargaré de esos traidores. — Rodrick no respondió enseguida. Dejó la copa a un lado y se acercó paso a paso. Elara sintió el suelo crujir bajo sus botas. No se movió. No por valor, sino por costumbre.
Rodrick soltó una risa áspera, como un trozo de madera astillándose. —Siempre queriendo ser algo más de lo que eres. Tanto mendigar por un poco de atención.
Le agarró el mentón con una mano gruesa, dura y apestosa a vino agrio y cuero húmedo.
—¿Crees que me haces un favor, chivata? —escupió, la voz baja y rasposa, como filo desafilado sobre madera—. ¿Te piensas que venir a delatar a otros te va a hacer menos ramera?
Elara tragó saliva, con la garganta hecha un nudo. —Pensé que… si le era útil —balbuceó—. Que si le traía algo importante… tal vez esta vez no me trataría como...
No terminó. Las palabras se le quebraron en la lengua.
Rodrick soltó una carcajada
seca, sin rastro de alegría.
Le agarró la barbilla con fuerza, sus dedos callosos apestaban a ron rancio y a
sudor viejo.
—Ay, Elara… —murmuró, chasqueando la lengua como quien mira a una perra que ha vuelto a la puerta por costumbre—. Siempre tan dispuesta a gatear por una limosna.
Sin más, la empujó hacia
dentro del camarote. La puerta se cerró tras ellos con un golpe sordo. Y lo que
vino después no fue recompensa. Ni castigo.
Fue solo lo de siempre.
Cuando Rodrick acabó con ella, la dejó tirada como un saco vacío. Elara tardó un rato en levantarse. No lloró, no le quedaban lagrimas tampoco, se acomodó el vestido como pudo y bajó. Tenía la cara hinchada, un morado en el cuello y la mirada perdida, pero los pasos los dio firmes, como quien ya no espera nada.
Los encontró donde los había dejado: Jana, sentada junto al tonel de pólvora, el artillero a su lado con los brazos cruzados. Al verla llegar, ambos se tensaron.
—¿Qué quieres, zorra? —gruñó el artillero, echando mano al cuchillo.
—Tranquilo —soltó Elara, levantando las manos con torpeza—.
Jana se irguió sin hablar, los ojos clavados en ella. Elara tragó saliva, se pasó la manga por la boca y escupió sangre seca al suelo.
—Perdonadme —dijo al fin—. Escuche lo que tramabais y se lo solté todo al bastardo.
El artillero maldijo, medio levantándose, pero Jana le alzó una mano y lo contuvo.
—¿Por qué? —preguntó ella. No había rabia en su voz, solo cansancio.
—Porque pensé… —Elara rió, un sonido hueco, como trapo mojado—. Pensé que si me adelantaba, me dejaría en paz por una maldita vez. Quería… por los mares… quería que me viera .No como la que calienta la cama. Como alguien. Como tú —dijo mirándola—. Tú no llevás aquí ni una estación y ya te respetan. A mí me escupen los mismos que me follan.
Se hizo un silencio turbio.Bajó la cabeza.
Jana suspiró, cruzando los brazos. Miró al artillero, luego a Elara.
Por un instante, su rostro pareció aflojarse, como si algo en sus palabras le hubiera calado hondo. Pero la dureza volvió enseguida, como si el deber empujara más fuerte que la compasión.
—Lo hecho, hecho está, Elara. Si has venido a contarme esto es para demostrar de qué lado estás.
Sin apartar la mirada, Jana sacó una daga de su cinto, la empuñó con decisión y la empujó contra el pecho de Elara no para herirla, sino para obligarla a cogerla. Elara tardó un latido en entenderlo, luego cerró los dedos con torpeza sobre la empuñadura.
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