Jana se giró hacia el artillero. —Cambio de planes. Hoy será la matanza —dijo, y luego volvió a mirar a Elara—. Y serás tú quien la lleve a cabo.
Esa noche, el motín se llevó a cabo con precisión mortal. Jana, el artillero y sus cómplices se movieron en silencio por el barco. Encontraron a Rodrick dormido en sus aposentos, con una botella de ron a su lado. Con movimientos rápidos y silenciosos, lo inmovilizaron. Elara, con las manos temblorosas, hundió la daga en su pecho. Los ojos de Rodrick se abrieron con sorpresa, pero se desvaneció antes de poder emitir un sonido.
Luego, arrastraron su cuerpo inerte hasta la cubierta y lo arrojaron por la borda, observando cómo el mar se lo tragaba por completo.
—Era guapo para su edad … qué desperdicio —dijo Jana, mirando al océano con un dejo de ironía—. Espero que los peces se deleiten con su rostro, porque su carne apestaba.
Sangrienta pero erguida, Jana se proclamó nueva capitana con porte firme. Al principio, la tripulación se quedó en silencio, atónita por el cambio brutal de mando, pero pronto los murmullos comenzaron a esparcirse entre ellos.
Su primera orden fue liberar a los esclavos, ofreciéndoles unirse a la tripulación como hombres y mujeres libres o desembarcar en el próximo puerto con su libertad. Muchos de los marineros vieron esto como una decisión peligrosa, y no tardaron en aparecer los que se mostraron en desacuerdo, murmurando y cuestionando su autoridad.
Kellan, uno de los más leales a Rodrick, dio un paso al frente con el ceño fruncido.
—¿Crees que puedes adueñarte del timón y cambiarlo todo, mujer—escupió, con la mano descansando sobre su espada.
Jana le sostuvo la mirada, fría como el acero.—Entonces desafíame —respondió, helada.
Kellan no necesitó más provocación. El sonido del acero saliendo de su funda cortó el aire. Era una hoja larga, curvada, con muescas viejas de batalla. Jana no se inmutó. Avanzó un paso y desenvainó la suya, más corta, más ligera. Ninguna palabra más. Solo el crujido de la madera bajo las botas y el murmullo inquieto de los marineros que empezaban a rodearlos.
Kellan se lanzó con fuerza bruta. Buscó el pecho, buscó la garganta, pero Jana no era nueva en el arte de esquivar. Bailaba con el cuerpo, no con los pies. Cada ataque era devuelto con una defensa precisa, medida. No buscaba vencer rápido. Solo cansarlo.
Un tajo le rozó el brazo y la tela se abrió en un hilo rojo. No gritó. Solo apretó los dientes y se limitó a girar su muñeca para desviar su siguiente golpe con tal precisión que Kellan perdió el equilibrio. La sangre bajaba ahora por su antebrazo, pero sus ojos estaban tan fríos como cuando dio la orden de matar a Rodrick.
Esperó. Dejó que él cargara de nuevo, esta vez con la espada en alto. Y entonces, en un movimiento rápido y seco, Jana se deslizó bajo su brazo extendido, giró y colocó su hoja contra el costado.
Kellan se congeló.
Ella levantó la mirada. Y antes de que él pudiera reaccionar, le hundió la hoja en el pecho.
El golpe no fue limpio. Hubo sangre, un estertor, un sonido horrible al romper hueso. Kellan cayó de rodillas. Sus ojos buscaron los de ella, pero Jana ya había girado la espalda.
—¿Alguien más? —preguntó, alzando la voz.
Nadie habló. Solo miradas. Miedo. Y un respeto nuevo y tembloroso.
Nadie habló, solo miradas, miedo, y un respeto nuevo y tembloroso, ¿Quién, en su sano juicio, alzaría el acero después de ver caer a un hombre que le triplicaba el tamaño?
Kellan había sido músculo, veteranía, brutalidad, y aún así acababa de desplomarse como un saco de huesos, lo que quedó en cubierta no fue solo su cuerpo, sino la certeza de que Jana no necesitaba gritar para mandar, ni ser grande para matar.
El hijo de Rodrick, un joven de semblante pálido y delgado, acostumbrado a los tiempos de hierro, dio un paso al frente. Las miradas se clavaron en él mientras avanzaba, nervioso, con las manos temblando y el sudor resbalando por su frente. Todos pensaron que iba a desafiarla, que sería su última estupidez, en esos tiempos, en esa clase de barcos donde la sangre se limpiaba con sal y los capitanes se forjaban a filo, los motines rara vez terminaban con descendencia viva, los hijos del vencido eran los primeros en caer, no por culpa, sino por precaución, para que no guardaran rencor, para que no hubiera venganza, así que morir en combate ahora mismo era su mejor opción.
Cuando por fin alcanzó a Jana, su voz apenas era un susurro:
—No causaré problema alguno, capitana… Os lo juro. Dejadme vivir y os serviré sin dudar.
Sus ropas, sucias y desgarradas, dejaban claro que no había gozado de gracia alguna. no tenía la brutalidad de su padre, nunca la tuvo, por eso siempre fue su vergüenza, Rodrick lo miraba como si fuera una espina blanda en su carne, y quizás por eso aún respiraba, porque nunca se le creyó capaz de nada.
Jana lo contempló en silencio, por más estoica que fuera, ver a ese niño en esas condiciones le provocaba un sentimiento extraño, y por más que una parte de ella quisiera acercarse, alzarle el mentón y asegurarle que todo iba a estar bien, no podía hacerlo, no con tantas miradas encima, no con esa jauría de hombres esperando que la nueva capitana fuera aún más despiadada que el bastardo al que habían echado al mar, le costó lo suyo decir las palabras que venían, pero era eso o dejar que lo destrozaran allí mismo para ganarse los respetos de unos bárbaros que solo entendían el mando si sangraba desde arriba.
Tras un largo silencio, Jana finalmente habló, la voz le salió más baja de lo habitual, casi áspera —sobrevive, trabaja, obedece —dijo, sin mirarlo más de lo necesario—, y puede que veas otro amanecer, desobedece… y el océano te tragará como al resto
No fue un grito, ni una amenaza, pero se sintió como un martillo contra la cubierta, nadie dijo nada, solo se oyó el crujir del mástil y el arrastrar de pasos cuando el muchacho se retiró sin alzar la vista.
El motín había terminado, el mando había cambiado de manos, y el silencio que quedó tras esas palabras selló algo más que una muerte.
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