Widow inició el ataque contra Napoleón, blandiendo aquel anillo en forma de perla que irradiaba una energía oscura y vibrante. Napoleón esquivó ágilmente los primeros embates, observando con detenimiento a su oponente: no era un brujo, ni poseía un poder propio. El anillo embrujado extraía lo peor de su interior, amplificando su lado más oscuro. Recordó entonces las palabras de Lancelot, advirtiéndole que debía guardar aquellos anillos malditos en la caja que le había entregado antes de partir.
Intentó rodearlo para arrebatarle la joya y devolverlo a su verdadero ser, pero Widow reaccionó con furia, lanzando rayos violetas a una velocidad vertiginosa. Cada descarga vibraba con una fuerza que Napoleón podía sentir en los huesos. El muchacho esquivaba como podía, pero la lluvia de energía se intensificaba. Finalmente, uno de los rayos lo alcanzó de lleno, proyectándolo contra el suelo. Su visión se nubló y perdió el conocimiento.
—Que no se atreva a retarme de nuevo —dijo
Widow con voz fría—. Pronto comenzará mi nuevo imperio.
Con esas palabras, se elevó en el aire envuelto en energía violeta y voló de
regreso a su castillo.
Tiempo después, Napoleón abrió lentamente los ojos. Se encontraba en una modesta casa, recostado sobre un sofá. Frente a él estaban los dos hermanos gemelos que lo habían auxiliado, acompañados por un hombre y una mujer de porte humilde.
—Olvidamos presentarnos —dijo uno de los
gemelos—. Yo soy Charlie y él es mi hermano Brown. Ellos son nuestros padres,
Mary y Peter.
—Mucho gusto —respondió Napoleón, incorporándose lentamente.
Mary sonrió con amabilidad.
—Nuestros hijos vieron que tienes un gran poder.
Napoleón, aún con su traje dorado activado,
frunció el ceño. Peter intervino:
—No te sientas mal si no lograste vencer a ese brujo. El rey y su hijo también
poseen dones como los tuyos, y tampoco pudieron derrotarlo.
—No es un brujo —interrumpió Napoleón con firmeza—. Ese anillo maldito le otorga poder y despierta la maldad más profunda que lleva dentro. Debo reunir todos los anillos embrujados y devolverlos a su estado original.
Peter asintió con gravedad.
—Los reyes están prisioneros en el castillo. Una energía mortal envuelve el
lugar y nadie que se acerque sobrevive… pero mis hijos conocen un camino.
Existe un pasadizo subterráneo, un viejo sótano, donde esa energía no llega.
Aun así… ningún hombre se ha atrevido a enfrentarlo.
—Insisto —repitió Napoleón—: él no es mi enemigo. Es un hombre bueno, corrompido por un hechizo. Si logro quitarle ese anillo, volverá a ser él mismo.
Mary intervino con tono preocupado:
—Eres apenas un adolescente. El rey, con sus poderes, no pudo vencerlo.
—No me queda otra opción —dijo Napoleón con resolución—. Soy el único que puede salvarlos.
—De acuerdo —respondió Peter tras un breve silencio—. Hijos, acompáñenlo hasta la entrada y regresen después a casa.
Poco después, Napoleón y los gemelos se
encontraban frente a la entrada del sótano.
—Te deseamos suerte —dijo Charlie—. Gracias por arriesgarte por todos nosotros.
Napoleón descendió. El lugar estaba envuelto en una oscuridad húmeda. Se trataba de una bóveda donde se almacenaban grandes barriles de vino y cajas con provisiones. El silencio era denso, casi opresivo. Al fondo del pasillo, una escalera de piedra ascendía hacia una puerta antigua.
Empujó la hoja de madera y, al abrirla, se encontró con una escena inquietante: tres personas flotaban en el aire, atrapadas en esferas de energía transparente. Parecían dormidas, ajenas a todo.
—¡Eh, despierten! —llamó Napoleón, pero su voz fue cortada por otra, proveniente de la penumbra.
—Por más que intentes, no te escucharán —dijo una figura que emergía lentamente—. Están bajo mi hechizo.
Napoleón se giró.
—Tú no eres un brujo. Sé cómo son ellos y qué energía poseen. Tú eres un buen
hombre… poseído por ese anillo. Cuando logre quitártelo, volverás a la
normalidad.
Widow se movía a una velocidad imposible, como si la luz misma le sirviera de montura. Sus ataques eran destellos violetas que cortaban el aire y sacudían los muros del salón. Napoleón, jadeante, sintió que no podía seguir esquivando por mucho más tiempo… pero entonces recordó las enseñanzas de Lancelot: “Si quieres anticipar el golpe, no mires las manos; siente el latido de su energía”.
Cerró los ojos por un instante, ignorando el caos a su alrededor, y concentró toda su fuerza vital en percibir el patrón invisible de los movimientos de Widow. El mundo se volvió un murmullo, y cuando volvió a abrirlos, sus pupilas parecían adaptadas a una nueva dimensión. Podía seguir el desplazamiento del adversario, trazo por trazo, como si la realidad se hubiese ralentizado.
—Ahora… —murmuró, y su voz fue apenas un hilo.
Se impulsó con todo lo que tenía, alcanzando también la velocidad de la luz. Cada zancada le robaba energía, drenando su resistencia hasta dejarlo exhausto, pero no tenía otra opción. Esquivo tras esquivo, giro tras giro, se acercaba. Widow lanzó un último rayo, el más violento de todos, y Napoleón lo atravesó como si fuera humo.
En un instante, estuvo frente a él. Su mano se cerró con firmeza sobre el anillo en forma de perla, y un frío sobrenatural recorrió su brazo. Con un tirón certero, lo arrancó de su dedo.
Un grito desgarrador rompió el silencio, y la energía violeta comenzó a disiparse en espirales que se evaporaban en el aire. Napoleón, con rapidez, abrió el cofre que Lancelot le había confiado y colocó el anillo dentro; el cierre emitió un chasquido profundo, como si sellara no solo metal, sino un espíritu entero.
Widow —o lo que quedaba de él— comenzó a caer, privado de su poder. Napoleón se adelantó y lo sostuvo para evitar que su cuerpo se estrellara contra la pared de piedra.
—Tranquilo… —dijo con voz baja.
Los ojos del hombre, antes nublados por la corrupción mágica, recuperaban poco a poco un brillo humano. Su respiración era entrecortada, y su mente parecía un rompecabezas desordenado.
—¿Dónde…
dónde estoy? —preguntó, con un hilo de voz.
—Has estado bajo un hechizo muy poderoso —respondió Napoleón—. No eras tú.
—Mi nombre… —titubeó, llevándose la mano a la frente—. Mi nombre es… Mario.
Apenas pronunció esas palabras, un destello suave iluminó el salón. Los globos de energía que mantenían prisioneros al rey, a la reina y al joven príncipe Little se fragmentaron en miles de partículas luminosas. Los tres descendieron lentamente hasta tocar el suelo, como si un manto invisible los protegiera.
Sus miradas, aún aturdidas por el encierro, buscaron al joven que les había liberado.
—¿Tú… fuiste…? —empezó a decir el rey, con la voz áspera por el silencio forzado.
Napoleón apenas sonrió, guardando el cofre en su cinturón. Afuera, más allá de los muros, el viento parecía soplar con un matiz nuevo: el eco de una victoria, aunque él sabía que la verdadera batalla aún estaba lejos de terminar.

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