Foxing observó con calma a la criatura. No mostraba miedo; al contrario, una sonrisa de combate curvó sus labios felinos.
—Ya sé quién eres —dijo—. Eres un ser del universo oscuro. Me he enfrentado a millones como tú. En planetas primitivos las razas suelen invocar a sus maestros —dioses, demonios, sombras— y establecen un contacto astral que acaba por consumirlos. Esto será fácil: todos tienen un punto débil. Observen y aprendan.
Napoleón y Little se quedaron a su lado, atentos. Foxing encendió su energía como una tormenta contenida. La criatura respondió con un chorro corrosivo; Foxing lo esquivó con un movimiento felino y, en un solo giro, utilizó la cola con precisión quirúrgica para decapitarla. El cuerpo del monstruo se desintegró en ceniza o en luz —imposible saberlo— y se evaporó con un silbido.
—Si alguna vez deben combatir criaturas relacionadas con la brujería —les dijo Foxing mientras ellos se acercaban—, cuenten conmigo. Me llamo Foxing: cumplo misiones por la galaxia para la Alianza.
Napoleón respiró hondo, se acomodó frente a Foxing y comenzó a relatar. Su voz adquirió una gravedad solemne, como si no hablara solo él, sino las memorias de muchos siglos:
—Hace más de mil años, cuando el mundo aún no entendía del todo qué era la luz ni qué era la sombra, vivió un hombre llamado Merlín. No era un simple mago, como suele decirse, sino un sabio que exploraba los secretos de la energía, los cielos y el alma humana. Conocía la astrología, los viajes astrales, los símbolos antiguos y la forma de moldear la realidad a través de la voluntad.
Merlín se hizo consejero de Uther Pendragon, un rey poderoso que tuvo un hijo destinado a marcar la historia: Arturo. Con él y con su hermana, Morgana, Merlín compartió parte de su conocimiento. Pero donde Arturo veía sabiduría como un camino de justicia, Morgana solo vio un atajo hacia el poder.
—Morgana fue seducida por un hechicero aún más temible: el Archimago, señor de las artes prohibidas —continuó Napoleón, bajando un poco la voz—. Juntos planearon conquistar Camelot.
Ante ese peligro, Merlín preparó a Arturo para ser no solo rey, sino guerrero de la luz. Lo entrenó en la disciplina de la energía vital y, además, reunió a un grupo de hombres y mujeres que destacaban por sus talentos naturales: coraje, intuición, sabiduría o fuerza innata. No todos eran guerreros; algunos eran sanadores, otros artistas, pero todos tenían una chispa especial.
Para ellos, Merlín forjó anillos mágicos. Cada anillo contenía el poder de un astro y, al ser activado, se transformaba en una armadura viviente. No solo protegían el cuerpo, sino que amplificaban las habilidades de su portador y lo blindaban contra la corrupción de la brujería.
—Con esos anillos nacieron los Guerreros de la Mesa Redonda —dijo Napoleón, y sus ojos parecieron encenderse con un brillo remoto—. Se reunían en torno a la mesa del rey Arturo, todos iguales, ninguno por encima del otro. El pueblo, al verlos combatir y defender Camelot, los bautizó con un nombre que resonó como un eco a través de los siglos: los Guerreros Legendarios.
Los años se llenaron de batallas. Proteger a los aldeanos, mantener a raya la oscuridad, enfrentar criaturas invocadas desde el universo sombrío. Algunos guerreros tuvieron hijos y la tradición se transmitió, generación tras generación. Camelot no era solo un reino, era un faro de luz.
Pero todo faro atrae también a las sombras. El Archimago y Morgana regresaron con un poder mayor que antes. Sus huestes de magia negra devastaban aldeas, y la esperanza comenzaba a flaquear. Entonces, Arturo tomó la decisión más dura: sacrificarse.
—Utilizó una técnica secreta enseñada por Merlín —explicó Napoleón con voz grave—. Canalizó toda su energía vital para encerrar al Archimago y a Morgana en un universo prisión, una celda hecha de tiempo y espacio. Camelot sobrevivió… pero perdió a su rey.
Hubo
silencio por un instante. Napoleón bajó la mirada.
—El tiempo pasó. Los Guerreros Legendarios se dispersaron. Algunos murieron en
combate, otros en paz. Solo uno sobrevivió, gracias a un don que nadie más
poseía: Lancelot, quien alcanzó la inmortalidad.
Napoleón
abrió la caja que guardaba con tanto celo.
—Pero no todo acabó allí. Siglos más tarde, una bruja llamada Lata
profanó el legado. Corrompió cinco de los anillos originales, los llenó de
energía oscura y los esparció por el mundo. Tocarlos es peligroso: se adhieren
al alma y devoran a quien los lleva. Yo los conservo aquí, en esta caja
protegida por un sello. Solo Lancelot, el último de los guerreros, puede
purificarlos y devolverlos a su estado original.
Finalmente,
Napoleón levantó la mirada hacia Foxing.
—Por eso buscamos esos anillos. No son solo reliquias: son llaves de poder. Y
si caen en manos equivocadas, podrían reabrir el universo prisión… y liberar a
Morgana y al Archimago.
Foxing lo escuchó en silencio. Y cuando Napoleón terminó, el guerrero galáctico sonrió con respeto.
—Bien —dijo—. Ahora entiendo. Su misión es más grande de lo que pensaba. No están luchando solo por la Tierra, sino por el equilibrio mismo entre la luz y la sombra.
Foxing escuchó en silencio y, cuando Napoleón terminó, sonrió con gravedad.
—Bien —dijo—. Les acompañaré. Detectaré esos anillos.
—Debemos localizar tres anillos encantados —confirmó Napoleón—. Foxing, ¿puedes sentirlos?
El
guerrero cerró los ojos. Un segundo después asintió con la cabeza.
—Sí. Hay tres reunidos en un mismo lugar. Canadá.
—Puedo sentirlos también —replicó Napoleón—. Es una percepción similar al viaje astral. Cierras los ojos, te desligas y la energía te muestra un pulso. Eres muy bueno en esto, chico —dijo Foxing, impresionado—. Yo iré en mi nave. Ustedes en la suya.
Partieron. Mientras cruzaban el cielo oceánico, Napoleón percibió una presencia oscura muy distinta a las criaturas habituales. Había prisa en su interior.
—Debemos apresurarnos —murmuró.
En una ciudad no muy lejana, un portal se desgarró en el aire como una herida negra. De él emergió un hombre envuelto en una armadura negra, con hombreras puntiagudas y una melena que le cubría parcialmente un ojo enrojecido. La gente que transitaba huyó despavorida; el brujo rompió el pavimento con sus manos hasta dar con lo que buscaba.
Entonces
apareció un adolescente de cabello verdoso, que vociferó sin pensar:
—¡Hey! ¿Quién eres? ¡No te metas con mi ciudad!
El brujo
rió con desprecio.
—Solo un crío —dijo—. Soy Bjornentis, Guardián de la Tormenta Arcana.
El chico no se quedó quieto: lanzó una ráfaga de aire que empujó al atacante hacia atrás. Después proyectó rocas que comenzaron a volar alrededor del brujo como órbitas. Para sorpresa de todos, el hombre rompió las piedras con su energía oscura.
—¿Eso es todo? ——.¡ Prepárate para morir!, exclamo aquel brujo
Una voz los interrumpió. Desde la distancia llegó Napoleón acompañado de Little y Foxing.
—¡Eh! Métele a alguien de tu tamaño —espetó Napoleón, adoptando postura de combate—.
El aire se cargó. Por un instante, el asfalto tembló bajo sus pies. El brujo clavó los ojos en Napoleón y sonrió con malicia.
En la
playa, la nave de Foxing brilló como una bestia plateada. La tensión entre lo
humano, lo arcano y lo cósmico se enredó en un único hilo que amenazaba
romperse.
Las miradas se cruzaron, la energía se palpó en el aire. El primer choque
estaba por suceder.

Comments (0)
See all