La cafetería olía a pan recién horneado y a secretos mal guardados. Lucía servía café con la destreza de quien ha escuchado demasiadas confesiones entre mesas vacías. Aitana limpiaba la barra, distraída, con la mirada perdida en la ventana que daba al mar. Elías no había venido ese día. Y eso, aunque no lo admitiera, la inquietaba.

Lucía se acercó con una bandeja y una sonrisa que no era del todo amable.

—¿Vas a seguir fingiendo que no te importa?

Aitana parpadeó.

—¿De qué hablas?

—De él. Del arquitecto silencioso que te mira como si fueras la única razón por la que aún cree en algo.

Aitana se tensó. Lucía dejó la bandeja sobre la barra y se cruzó de brazos.

—Estás enamorándote. Lo veo. Lo siente todo el pueblo. Hasta Carmen lo sabe.

—No puedo. No ahora.

—¿Por qué no?

—Porque sé si me quedará algo.

Lucía se suavizó. Se acercó y le tomó la mano.

—El amor no es garantía. Pero tampoco es castigo. No lo vivas como si fuera una deuda.

Aitana tragó saliva. Afuera, el cielo se nublaba. Y dentro de ella, algo empezaba a abrirse como una flor temerosa.

Esa noche, mientras Carmen dormía, Aitana escribió en su cuaderno:

> “No sé si esto es amor. Pero cuando él está cerca, el mundo parece menos cruel.”