La casa del acantilado estaba más viva que nunca. Elías había restaurado la sala principal, y ahora los rayos del sol se colaban por las ventanas como si quisieran quedarse a vivir allí. Aitana llegó con una bolsa de pan y dos termos de café. No sabía por qué lo hacía. Solo sabía que quería estar allí.
Elías la recibió con una sonrisa leve, pero sus ojos estaban cansados. Había algo distinto en él. Algo que no se decía.
—¿Todo bien? —preguntó ella, dejando el pan sobre la mesa.
—Sí. Solo… estoy pensando en los planos. Hay una habitación que no encaja. Como si la casa no quisiera que la toque.
Aitana lo miró. Él estaba de espaldas, observando una pared con grietas que se negaban a desaparecer.
—¿Y tú? ¿Estás bien Aitana?
Ella dudó. Luego se acercó.
—Estoy cansada. Carmen empeora. Y yo… no sé cómo sostenerme.
Elías se giró. La miró con una intensidad que la desarmó.
—No me mires así —dijo ella, retrocediendo un paso.
—¿Cómo?
—Como si entendieras. No lo haces.
Él se acercó, despacio.
—Tal vez no. Pero quiero aprender. Quiero estar. Aunque no sepa cómo.
Aitana se quebró. Las lágrimas salieron sin permiso. Elías no la tocó. Solo se quedó allí, firme, como una columna en medio del derrumbe.
—Tengo miedo —susurró ella.
—Yo también —respondió él.
Y por primera vez, se abrazaron. No como amantes. No como promesa. Como dos almas que se reconocen en la herida.
Afuera, el mar rugía. Adentro, el silencio era sagrado.
“A veces el amor llega cuando menos lo esperas. A veces, justo cuando el mundo parece derrumbarse.”
Aitana vive en un pequeño pueblo costero, cuidando a su abuela enferma, la única familia que le queda. Su vida gira en torno a turnos en la cafetería local, recetas caseras y noches en vela junto a la cama de su abuela.
Todo cambia cuando llega Elías, un joven arquitecto que busca restaurar una casa abandonada frente al mar. Lo que comienza como una amistad incómoda se transforma en un vínculo profundo, marcado por secretos, decisiones difíciles y una promesa que podría cambiarlo todo.
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