La noche estaba en silencio, pero no en paz. Aitana se sentó frente a la mesa de la cocina con una hoja en blanco y el corazón latiendo como si quisiera escapar. 

Carmen dormía en la habitación contigua, respirando con dificultad. Elías no había venido ese día. Y eso, aunque no lo admitiera, la hacía sentir más sola.

Tomó el bolígrafo con manos temblorosas. No era una carta para Elías. Ni para Carmen. Era para alguien que había desaparecido sin despedirse: su madre.

> “No sé si leerás esto. No sé si te importa. Pero necesito decirlo. Me dolió que te fueras. Me dolió que nunca volvieras. Me dolió crecer sin saber si alguna vez fui suficiente.”

Las palabras salían como agua retenida demasiado tiempo. No había rencor. Solo una tristeza antigua, como una casa abandonada que aún guarda el eco de voces lejanas.

> “Hoy cuido a Carmen como tú nunca me cuidaste. Y aún así, te pienso. No porque te extrañe. Sino porque quiero sanar.”

Cuando terminó, dobló la hoja con cuidado. La metió en un sobre. No escribió dirección. Solo un nombre: Mamá.

Lucía la encontró al día siguiente en la oficina de correos.

—¿Estás segura? —preguntó

—No. Pero quiero dejar de cargar esto.

Lucía la abrazó sin decir más.

Esa noche, Aitana caminó hasta la casa del acantilado. Elías estaba allí, restaurando una ventana. Cuando la vio, dejó las herramientas.

—¿Todo bien?

—Hoy envié una carta que nunca pensé escribir.

Él la miró con esa mezcla de respeto y ternura que solo él sabía usar.

—Eso es valentía.

Aitana sonrió, por primera vez en días.

—Tal vez. O tal vez solo estoy cansada de esconderme.

Elías no respondió. Solo se acercó, despacio, y le ofreció su silencio como refugio.