La tarde caía con lentitud, tiñendo el cielo de un gris melancólico. Aitana caminaba por el sendero hacia la casa del acantilado con pasos lentos, como si cada uno pesara más que el anterior. Carmen había tenido una recaída esa mañana. La fiebre volvió, y con ella, los delirios. Lucía estaba en casa, ayudando con los cuidados, pero Aitana necesitaba aire. O tal vez, necesitaba respuestas.
Elías la esperaba en el porche, con las manos manchadas de pintura y una expresión que no supo descifrar. No dijo nada cuando la vio. Solo se hizo a un lado para que ella pasara.
Dentro, la casa olía a madera húmeda y a algo más… algo antiguo, como si los recuerdos se hubieran impregnado en las paredes. Aitana se detuvo frente a una grieta que recorría la pared del salón principal.
No era grande, pero parecía profunda. Como una herida que no termina de cerrar.
—No importa cuánto la repare —dijo Elías, acercándose—. Siempre vuelve.
Aitana pasó los dedos por la grieta. Era áspera, como si la casa se resistiera a ser curada.
—¿Por qué esta casa? —preguntó, sin mirarlo.
Elías se quedó en silencio. Luego caminó hacia una caja de herramientas y sacó un sobre viejo, amarillento por el tiempo.
—Mi madre vivió aquí. Por un tiempo. Antes de que yo naciera. Nunca me habló de esta casa, pero cuando murió, encontré esto entre sus cosas.
Le entregó el sobre. Aitana lo abrió con cuidado. Dentro había una foto: una mujer joven, de cabello oscuro y ojos tristes, parada frente a la misma puerta por la que ella había entrado minutos antes.
—¿Es ella?
—Sí. Nunca supe qué pasó aquí. Solo que volvió rota. Y nunca quiso hablar del porqué.
Aitana sintió un escalofrío. La casa, la historia de Carmen, la llegada de Elías… todo parecía entrelazado por hilos invisibles.
—Tal vez esta casa guarda más que recuerdos —susurró.
—Tal vez guarda heridas que no son solo nuestras.
Se sentaron en el suelo, junto a la grieta. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con fuerza, como si quisiera entrar. Elías sacó un cuaderno de bocetos. En él, había dibujos de la casa, pero también de rostros.
Uno de ellos era el de Aitana.
—¿Esto lo hiciste tú?
Él asintió, sin vergüenza.
—No sabía cómo decirte lo que siento. Así que lo dibujé
Aitana lo miró. No con sorpresa, sino con una ternura que le nacía desde el pecho.
—¿Y qué sientes?
Elías cerró el cuaderno. Lo dejó a un lado.
—Siento que esta casa me trajo hasta ti. Y que, aunque no entiendo cómo, quiero quedarme. No por la casa. Por ti.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue sagrado.
Aitana se acercó a la grieta. Tomó una brocha y comenzó a cubrirla con pintura, despacio, como si cada trazo fuera una caricia.
—Tal vez no se trata de borrar las grietas —dijo—. Tal vez se trata de aprender a vivir con ellas.
Elías se levantó. Se acercó. Y por primera vez, la tocó. No con deseo. Con respeto. Con cuidado. Como quien sabe que el amor no es una conquista, sino una ofrenda.
—Gracias por venir —susurró.
—Gracias por quedarte —respondió ella.
Esa noche, la casa respiró distinto. Como si, por fin, alguien la estuviera escuchando.
“A veces el amor llega cuando menos lo esperas. A veces, justo cuando el mundo parece derrumbarse.”
Aitana vive en un pequeño pueblo costero, cuidando a su abuela enferma, la única familia que le queda. Su vida gira en torno a turnos en la cafetería local, recetas caseras y noches en vela junto a la cama de su abuela.
Todo cambia cuando llega Elías, un joven arquitecto que busca restaurar una casa abandonada frente al mar. Lo que comienza como una amistad incómoda se transforma en un vínculo profundo, marcado por secretos, decisiones difíciles y una promesa que podría cambiarlo todo.
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