Clic... clic... clic...
Se escuchaba un sonido metálico en una estancia solitaria y casi abandonada que nadie más que el personal autorizado se atrevía a pisar.
La sala 434 era temida por sobre todas las cosas en aquel complejo gubernamental. Y no se debía a que fuera una sala especial o algo por el estilo, no. La razón por la que aquel lugar era temido y respetado en partes iguales era porque precisamente allí se encontraba ÉL, el sujeto más inquietante de todos, aquel que en un parpadeo podría rebanarte el cuello con un hábil movimiento de muñeca, cuya falta de cordura era proporcional a su inteligencia. Con semejante personalidad tan retorcida no era de extrañar que muchos sintieran verdadero pavor hacia su persona, más todos lo odiaban.
Y es que la división Omega de la prisión de máxima seguridad era ese lugar al que nadie quería ser destinado. Allí se encontraban los criminales más peligrosos de todo el país, aquellos calificados como "asesinos de primer grado", "psicópatas" y otra decena más de términos nada halagüeños. Para ser directos, digamos que allí estaba sin duda lo peor de lo peor de todo Legalis.
En esos momentos un hombre de unos treinta y tantos años, de cabellos negros y repeinados, porte regio y distinguido (aunque con ciertos aires de superioridad), y gafas de sol oscuras que hacían que prácticamente ni se le vieran los ojos, se dirigía hacia el lugar en cuestión. En compañía llevaba otros cuatro agentes más, además del director de la división Omega y el oficial vigilante de ese pasillo. Estos dos últimos caminaban cerca de él, mientras que los agentes se limitaban a cubrirles las espaldas por si llegaba a haber algún tipo de problema y se hacía necesaria su actuación inmediata.
Su impecable traje azul ultramarino perfectamente planchado se veía desmejorado de forma notable por la pésima iluminación de los pasillos, donde la mitad de los focos parpadeaban a medio fundirse y dejaban una peculiar luz verdosa que más parecía propia de un psiquiátrico que de una prisión. Claro que la utilidad de esa sala era prácticamente la misma que la de cualquier manicomio.
Aquel hombre se encontraba allí no por voluntad propia, claro está. Después de un aviso de sus superiores y pese a lo mucho que odiaba esa clase de lugares no le había quedado otro remedio más que acudir y obedecer las órdenes impuestas. No le agradaba para nada la idea de tener que verse con un sujeto de tan mala fama pero si lo hacía seguramente estaría más cerca de lograr el tan ansiado ascenso que llevaba meses buscando conseguir. Si podía llegar a puestos más altos por hacer un trabajo tan simple como el de visitar a ese loco, que así fuera.
El antes lustroso brillo de sus caros zapatos de diseño quedaba más y más opacado con cada paso que daba. Todo ello se debía a la notoria capa de polvo acumulado en el suelo, y que se extendía a lo largo de todo el pasillo. Por su reputación la zona Omega estaba bastante abandonada, lo cual significaba que la limpieza brillaba por su ausencia puesto que apenas se limpiaba siquiera lo necesario. A medida que se acercaban se percibía la cada vez menor salubridad del lugar, ya que cuanto más cerca estaban de la sala más suciedad encontraban por todas partes. Los de la limpieza incluso habían llegado al punto de negarse en rotundo a trabajar ahí, y más aun teniendo en cuenta la leyenda que circulaba sobre aquella habitación.
434 era un número maldito, un número que nadie quería escuchar. Aquella era la morada de un demente, un loco tan sanguinario como inteligente, tan perverso como perspicaz. El último que se había atrevido a adentrarse en aquella sala casi no lo cuenta. Su agresor lo abordó de forma ciertamente inesperada, y en lo que dura un parpadeo su cuello quedó sesgado con la precisión de un cirujano y una lasca de metal oxidado, dejando la sanguinolenta piel colgando cual peculiar babero. Cuando lo encontraron, aquello más parecía la escena de una película de terror que una escena real. El cuerpo sin vida yacía tendido en el suelo como el receptáculo sin alma que era, con una mirada vacía apuntando al infinito y una expresión de horror en su cara. Tal parecía que antes de partir de este mundo se le hubiera aparecido el mismísimo demonio. Su cuello estaba abierto, mostrando toda la musculatura e incluso habiendo llegado al hueso. El olor a cadáver llenaba la estancia como un aroma pegajoso del que no puedes deshacerte, envolvente y algo putrefacto. Y mientras tanto los ojos de su cruel y sanguinario atacante refulgían aun con más fuerza con solo ver el brillo de la sangre desparramada por el piso y por su propio atuendo...
Aquel hombre suspiró agitando la cabeza para tratar de no recordar esa macabra leyenda que le habían contado nada más llegar al complejo. Era más propio de una película de terror que de la vida real. Seguramente exagerarían en alguna de sus partes... o al menos eso era lo que quería creer.
Cuanto más se acercaban a la sala, un olor rancio parecía inundar el pasillo. Al respirar arrugó la nariz sacando un pañuelo para taparse un poco con él y reprimir la arcada repentina al percibir el hediondo aroma que saturaba el aire.
Hasta que por fin aquel pasillo interminable terminó. Habían llegado.
-Abran. -se escuchó la demandante orden del hombre mientras el guardia sacaba las llaves temeroso y temblándole el pulso, cosa que provocó que estas resbalaran de sus manos y cayeran al suelo.
Este hecho obligó a aquel algo torpe sujeto con cierto exceso de grasa a agacharse y recogerlas.
-¿P-pero señor está seguro? -replicó titubeante, esperando con todas sus fuerzas que el hombre cambiara de opinión y no fuera necesario continuar. Prácticamente se podría considerar que aquel tipo trataba de abrir la puerta a la mismísima muerte.
Pero Adam, que así se llamaba el alto cargo, se limitó tan solo a quitarse las gafas de sol y guardarlas en el bolsillo interior de la americana, dejando al descubierto sus profundos ojos negros y haciendo más notables sus rasgos euroasiáticos.
-Se trata de las órdenes de un superior. Si digo que abran es que abran. -contestó sin cambiar ni un ápice el tono autoritario y tajante de su voz. Se veía quién llevaba los pantalones y daba las órdenes entre los tres.
El guarda solo suspiró resignado y comenzó a abrir.
Aquella puerta blindada de metal de quién sabe cuántas toneladas estaba asegurada gracias a tres cerraduras de gran tamaño colocadas de forma lineal y en vertical. Al contrario que las demás cerraduras de la prisión, que estaban todas automatizadas, estas aún mantenían el sistema de cerrado manual de antaño. Al fin y al cabo toda precaución era poca tratándose de ÉL.
Un clac... y otro... y otro más... hasta que por fin las tres cerraduras cedieron.
Dos de los agentes acompañantes se adelantaron de su posición para poder empujar la puerta y un potente chirrido resonó en el lugar cuando esta se abría lentamente. A saber cuántos años tendría ese enorme trozo de metal. Las bisagras llevaban tiempo sin ser revisabas apropiadamente, aunque claro, siendo de titanio era imposible que en algún momento se partieran. O al menos así debería ser.
Entonces Adam se abrió paso entre los agentes. Había llegado el momento de adentrarse en la tan temida estancia.
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